Hoy he asistido a un acontecimiento extraordinario. He visto a uno de esos jóvenes seguidores del Papa… solo. Si algo me ha quedado claro estos pocos (pero largos) días de peregrinaje por mi barrio es que estos jóvenes se mueven en grupos, preferentemente bajo alguna insignia o símbolo (banderas, sobre todo) que identifica su procedencia. La creencia es una cosa de masas, nadie inventa una religión para uno mismo y los santos y los dioses buscan en la religión una forma de hacer amigos. Y lo consiguen, aunque sea a título póstumo. Pues, como decía, he visto a un integrante de la JMJ solo, sin nada que permitiese averiguar su lugar de origen. Mientras tanto sonaban las aspas del omnipresente helicóptero que martiriza (término muy apropiado) a los ciudadanos de Madrid (he fantaseado, confieso, con derribar ese helicóptero unas cuantas veces). Daba pena, el chaval. Igual venía de Londres o de Albacete y había perdido la brújula del kit de peregrino, trucada para que el norte señale a Cuatro Vientos (un nombre que ya es en sí mismo una brújula). He imaginado que el helicóptero andaba a la búsqueda de la oveja descarriada. Se perdió a la salida del kebab, tardó demasiado en el baño... No sé. Me dieron ganas de preguntarle oye, qué haces solo como un lector o un onanista o un anacoreta, o todo ello junto, en este portal de la calle Embajadores. Aunque quizás era un desertor, alguien que medita y pone en duda sus convicciones o, peor, un conspirador. No sé pero me suscitó ternura. Y es que los hombres solitarios casi siempre suscitan ternura.