Nos gustaba su voz aguardentosa, ronca de madrugadas y humo y rota de rabia en canciones que nos hacían brincar como endemoniados o nos incitaban a fundirnos en un cuerpo deseado, cual esclavos del amor o petimetres en busca de una caricia o un roce. Así era el cantante Joe Cocker, un inglés feo con el que nos identificábamos porque tenía un don, esa garganta prodigiosa para cantar lo que aflora de dentro, como en el soul o el flamenco, un recurso extraordinario que él supo utilizar desde que en los años sesenta se subió a un escenario para demostrar su fuerza y su rabia, para desvelar su alma negra. Murió el lunes pasado víctima de la edad, una enfermedad y los excesos juveniles, cuando el resto del mundo se aprestaba a los fastos de navidad y ya pocos le echaban de menos. Nos deja piezas memorables, interpretaciones intensas y llenas de emoción con cada una de sus canciones. Porque Joe Cocker no cantaba, sino que actuaba cada tema, agitaba y convulsionaba cabeza y manos para subrayar palabras y estrofas de sus canciones. Y transmitía, con las letras y la cinética de su cuerpo, el mensaje del pundonor con el que versionaba canciones de otros, de Los Beatles o Leornard Cohen, o mostraba su portentosa capacidad para el rock furioso y desgarrador. Me gustaba Joe Cocker y ya no puedo esperar nada nuevo de él, sino recordar en el tocadiscos aquella voz negroide que salía del cuerpo de un antiguo hippie pelirrojo, desgreñado y descuidado, de los viejos tiempos de la contracultura, cuando los jóvenes queríamos comernos el mundo y todas las revoluciones nos parecían posible. Descanse en paz.