Por Gabriel García Márquez
Ha sido una victoria mundial de la poesía. En un siglo en que los vencedores son siempre los que sacan más votos, los que meten más goles, los hombres más ricos y las mujeres más bellas, es alentadora la conmoción que ha causado en el mundo entero la muerte de un hombre que no había hecho nada más que cantarle al amor. Es la apoteosis de los que nunca ganan.
Durante 48 horas no se habló de otra cosa. Tres generaciones —la nuestra, la de nuestros hijos y la de nuestros nietos mayores— teníamos por primera vez la impresión de estar viviendo una catástrofe común, y por las mismas razones. Los reporteros de televisión le preguntaron en la calle a una señora de ochenta años cuál era la canción de John Lennon que le gustaba más, y ella contestó como si tuviera quince: “La felicidad es una pistola caliente”. Un chico que estaba viendo el programa dijo: “A mí me gustan todas”. Mi hijo menor le preguntó a una muchacha de su misma edad por qué habían matado a John Lennon, y ella le contestó como si tuviera ochenta años: “Porque el mundo se está acabando”.
Así es: la única nostalgia común que uno tiene con sus hijos son las canciones de los Beatles. Cada quién por motivos distintos, desde luego, y con un dolor distinto, como ocurre siempre con la poesía. Yo no olvidaré nunca aquel día memorable de 1963, en México, cuando oí por primera vez de un modo consciente una canción de los Beatles. A partir de entonces, descubrí que el universo estaba contaminado por ellos. En nuestra casa de San Ángel, donde apenas si teníamos donde sentarnos, había sólo dos discos: una selección de preludios de Debussy, y el primer disco de los Beatles. Por toda la ciudad, a toda hora, se escuchaba un grito de muchedumbres: “¡Help! I need somebody”. Alguien volvió a plantear por esa época el viejo tema de que los músicos mejores son los de segunda letra de catálogo: Bach, Beethoven, Brahms y Bartok. Alguien volvió a decir la misma tontería de siempre: que se incluyera a Bosart. Álvaro Mutis, que como todo gran erudito de la música tiene una debilidad irremediable por los ladrillos sinfónicos, insistía en incluir a Bruckner. Otro trataba de repetir otra vez la batalla de Berlioz, que yo libraba en contra porque no podía superar la superstición de que es un oiseau de malheur, es decir, un pájaro de mal agüero. En cambio, me empeñé desde entonces en incluir a los Beatles.
Emilio García Riera, que estaba de acuerdo conmigo, y que es un crítico e historiador de cine con una lucidez un poco sobrenatural, sobre todo después del segundo trago, me dijo por esos días: “Oigo a los Beatles con cierto miedo, porque siento que me voy a acordar de ellos por el resto de mi vida”. Es el único caso que conozco de alguien con bastante clarividencia para darse cuenta de que estaba viviendo el nacimiento de sus nostalgias. Uno entraba entonces en el estudio de Carlos Fuentes, y lo encontraba escribiendo a máquina con un solo dedo de una sola mano, como lo ha hecho siempre, en medio de una densa nube de humo y aislado de los horrores del universo con la música de los Beatles a todo volumen.
Como sucede siempre, pensábamos entonces que estábamos muy lejos de ser felices, y ahora pensamos lo contrario. Es la trampa de la nostalgia, que quita de su lugar los momentos amargos y los pinta de otro color. Y los vuelve a poner donde ya no duelen. Como en los retratos antiguos, que parecen iluminados por el resplandor ilusorio de la felicidad, y en donde sólo vemos con asombro cómo éramos de jóvenes cuando éramos jóvenes, y no sólo los que estábamos allí sino también la casa y los árboles del fondo, hasta las sillas en que estábamos sentados. El Che Guevara, conversando con sus hombres alrededor del fuego en las noches vacías de la guerra, dijo alguna vez que la nostalgia empieza por la comida. Es cierto, pero sólo cuando se tiene hambre. En cambio, siempre empieza por la música. En realidad, nuestro pasado personal se aleja de nosotros desde el momento en que nacemos, pero sólo lo sentimos pasar cuando se acaba un disco.
Esta tarde, pensando todo esto frente a una ventana lúgubre donde cae la nieve, con más de cincuenta años encima y todavía sin saber muy bien quién soy, ni qué carajos hago aquí, tengo la impresión de que el mundo fue igual desde mi nacimiento hasta que los Beatles comenzaron a cantar. Todo cambió entonces, los hombres se dejaron crecer el cabello y la barba, las mujeres aprendieron a desnudarse con naturalidad, cambió el modo de vestir y de amar y se inició la liberación del sexo y de otras drogas para soñar. Fueron los años fragorosos de la guerra de Vietnam y de la rebelión universitaria. Pero, sobre todo, fue el duro aprendizaje de una relación distinta entre los padres y los hijos, el principio de un nuevo diálogo entre ellos que había parecido imposible durante siglos.
El símbolo de todo esto —al frente de los Beatles— era John Lennon. Su muerte deja un mundo distinto poblado de imágenes hermosas. En “Lucy in the Sky…”, una de sus canciones más bellas, queda un caballo de papel periódico con una corbata de espejos. En “Eleanor Rigby” —con un bajo obstinado de chelos barrocos— queda una muchacha desolada que recoge arroz en el atrio de una iglesia donde acaba de celebrarse una boda. “¿De dónde vienen los solitarios?”, se pregunta sin respuesta. Queda también el padre McKensey escribiendo un sermón que nadie ha de oír, lavándose las manos sobre las tumbas, y una muchacha que se quita el rostro antes de entrar en su casa y lo deja en un frasco junto a la puerta para ponérselo otra vez cuando vuelva a salir. Estas criaturas han hecho decir que John Lennon era un surrealista, que es algo que se dice con demasiada facilidad de todo lo que parece raro, como suelen decirlo de Kafka quienes no lo han sabido leer. Para otros, el visionario de un mundo mejor. Alguien que nos hizo comprender que los viejos no somos los que tenemos muchos años sino los que no se subieron a tiempo en el tren de sus hijos.
Gabriel García Márquez