Edición: Sonia Rozas Gilabert
El pobre Mike Catt, zaguero de Inglaterra, no estaba preparado para frenar a esa locomotora. Ese lejano 18 de junio de 1995 que transcurría en Ciudad del Cabo en plena Copa del Mundo vio morir (si no lo había hecho ya) el amateurismo en el deporte oval, una rígida y tradicional costumbre que pregonaba que todo aquel que jugase al rugby, lo hacía exclusivamente por amor al arte ya fuese en un equipo de amigos o en un estadio de sesenta mil personas.
Will Carling, capitán inglés se desesperaba. De qué demonios sirven sus dos ensayos y el empeño británico si un chaval neozelandés de sólo veinte años pero 1,96 de estatura y un peso medio de ciento veinte kilos que puede correr los cien metros en 10.89, ha destrozado literalmente a su equipo con cuatro ensayos y una sonrojante derrota en las semifinales. Y con ello además se había cuadrado el círculo, todas las naciones británicas habían hincado la rodilla estrepitósamente ante la Nueva Zelanda de aquel llamado a convertirse en la primera superestrella del nuevo rugby mundial, Jonah Lomu.
Mientras el propio Carling, Tony Underwood y el pisoteado Mike Catt todavía ruedan por el suelo, los All Blacks celebran el ensayo que comenzaba abrir las puertas de una final (que no ganarían) y mostraban al mundo el futuro del rugby. Esa dolorosa anotación junto con las demás, hand off espectacular incluido de nuevo a Underwood en el último como si fuese de cartón, sellaban el destino profesional de un deporte en el que cada vez era menos concebible que un internacional se sentase en su despacho de nueve a cinco de lunes a viernes y se marchase después a entrenar.
Siendo purista o no de las tradiciones del rugby, la Copa Mundial de 1995 dejó unos saldos económicos positivos que superaban ampliamente las expectativas iniciales. El público dictó sentencia y decidió que quería más Jonah Lomus en el mundo oval. Años atrás, David Campese, estrella australiana del rugby generalizó las ideas del profesionalismo, pero éstas servían de puertas adentro. Él cobraba bajo cuerda para ser estrella de su equipo y potenciarlo desde dentro pero no era el mediatismo mundial el que imponía sus entonces remuneraciones para mejorar el espectáculo. O quizá sí pero no al nivel que generó Lomu. Con todo ello, el rugby cambió para siempre en todas sus facetas tanto de juego como extradeportivas. Maduró como competición, tal vez perdió como deporte, un debate difícil de gestionar y que aún hoy divide a la comunidad oval.
DAVID ABELLÁN FERNÁNDEZ