¿Quién es Jorge Bergoglio y qué tanto se parece a quien el mundo necesita que sea? Aquí presentamos una ventana hacia los posibles orígenes del jesuita que llegó desde el fin del mundo.
—Os anuncio una gran alegría: tenemos Papa.
Los ciento veinte mil feligreses, que todavía no han escuchado el nombre, estallan en una ovación fervorosa.
—El elegido es el eminentísimo y reverendísimo señor Jorge Mario, cardenal Bergoglio de la Santa Iglesia Romana —dice en latín el protodiácono Tauran—. Y ha adoptado como nombre Francisco.
El 11 de febrero de 2013, próximo a cumplir ochenta y seis años, el papa Benedicto XVI anunció su renuncia durante una misa realizada en la Santa Sede. Después de casi ocho años en el trono de Pedro, con la iglesia sacudida por denuncias de corrupción, luchas de poder y el estallido del Vati Leaks —la filtración de documentos confidenciales del Vaticano—, Joseph Ratzinger adujo que, por su avanzada edad, no tenía fuerzas para ejercer de forma adecuada el ministerio petrino e indicó que desde el 1 de marzo la sede quedaría vacante. Así, por primera vez en seiscientos años de historia católica, ciento quince cardenales, de cincuenta países, fueron convocados a la elección del sucesor de un sumo pontífice renunciante. El cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio, que en 2005 había sido uno de los grandes candidatos a la sucesión del papa Juan Pablo II, llegó al cónclave de Roma el 27 de febrero. Antes de viajar llamó por teléfono a su hermana, María Elena Bergoglio.
—Me tengo que ir, me mandaron a llamar.
Tenía planeado salir unos días más tarde, pero desde el Vaticano, donde se elegiría al papa número doscientos sesenta y seis, le pidieron que adelantara el viaje.
—Nena, rezá por mí. Nos vemos a la vuelta.
La mañana del 13 de marzo de 2013, en la Plaza de San Pedro, nada hacía suponer que un cardenal de 76 años que había presentado su renuncia al arzobispado de Buenos Aires —por superar el límite de edad fijado en las normas canónicas— y que, de regreso, pensaba retirarse a vivir en el Hogar Sacerdotal, podía ser el elegido para comandar una religión que afrontaba —como nunca antes— denuncias de abuso sexual y corrupción, y que desde las últimas décadas buscaba recuperar los feligreses perdidos ante el avance incesante de las iglesias pentecostales. Las estadísticas del Consejo Episcopal Latinoamericano dicen que, en los últimos años, la Iglesia católica —de mil doscientos millones de seguidores, la mitad concentrados en el continente americano— perdió diez mil devotos por día. En un país laico y de tradición católica como México, el último censo poblacional realizado en 2010 determinó que en los últimos sesenta años la Iglesia ha perdido casi 16% de sus seguidores y ha aumentado 4% el porcentaje de ateos. El 12% restante ha manifestado su fe en distintas iglesias evangélicas. En 2010, el presidente Evo Morales quitó el catolicismo como religión oficial de Bolivia y declaró a su país como un estado laico (53% de la población se manifestó católica). En el país con la mayor cantidad de católicos del mundo —Brasil, con ciento veintitrés millones de creyentes—, los resultados del último censo realizado en 2010 indicaron que si 92% de la población era católica en 1970, en los últimos cuarenta años esa religión había perdido 30% de sus seguidores. En la tierra del nuevo papa, Argentina, el número de católicos en las últimas cuatro décadas disminuyó quince por ciento.
Cuando la chimenea del tejado del Vaticano comenzó a despedir humo blanco, la señal que utiliza la Iglesia católica para anunciar que ha sido elegido el nuevo papa, en su casa de Ituzaingó, un barrio del oeste de la provincia de Buenos Aires, María Elena Bergoglio se sentó junto a su hijo Jorgito en la sala a esperar el anuncio de los canales de televisión. María Elena —sesenta años, cabello blanco, físico robusto— estaba tranquila. Pensaba que su hermano era demasiado mayor para asumir la dirección de la Iglesia, que el elegido sería un cardenal más joven. Dijo: “¿A qué pobre desgraciado le habrá tocado ser papa?”, y encendió un cigarrillo. El primero de una tarde larga.
—Lo único que escuché fue “Jorge Mario” —dice la hermana del papa, tres meses más tarde, sentada en el comedor de su casa—. No escuché el apellido Bergoglio. Escuché “Jorge Mario” y me puse a llorar. Desde ese instante vinieron todos los vecinos a saludarme. No pude verlo salir al balcón. Nada. Y el teléfono no paró de sonar.
Ese mismo día la llamaron vecinos, canales de televisión, familiares, programas de radio, amigos. Y hubo, también, una comunicación telefónica desde el Vaticano.
—¿Quién habla? —preguntó Jorgito, el sobrino del reciente papa.
—Yo, Jorge —dijo el papa.
—Tíiio.
aría Elena escuchó el suspiro de su hijo y pegó un salto desde la sala. Le arrebató el teléfono de la mano y, para hablar más tranquila, fue hasta la cocina.
—¿Cómo estás? —preguntó ella.
—Bien, bien.
—¿Cómo estás? ¿Cómo estás?
—Bien, nena.
—Cómo me gustaría abrazarte.
—Créeme, como siempre, estamos abrazados, y te tengo muy cerca del corazón.
María Elena se quedó unos segundos en silencio. No le salían las palabras.
—Mirá, nena: esto se dio así. Y acepté. Quedate tranquila que estoy bien. Te pido por favor que hables con la familia y le digas a todos que les mando un abrazo. No los llamo a cada uno porque somos un familión y fundo las arcas del Vaticano, pero los tengo en el corazón. Recen por mí.
Reportaje de Bruno Larocca, para Revista Gatopardo