No hay ningún
Bowie que no me guste, ninguno al que no le deba una canción importante, ninguno que me haya decepcionado del todo. Otro asunto a considerar, que no se extrae directamente de la música, es el Bowie icónico, la imagen que ha ido modelando y con la que hemos ido creciendo. No creo que haya ningún otro personaje célebre, provenga de la música o del cine, de las letras o del deporte, que haya comprendido mejor la idea de la transformación. Somos lo que los otros ven en un rango mayor a lo que realmente somos por dentro. El interior tarda más en revelarse. Por eso cuidamos el cuerpo y vigilamos con esmero el deterioro de la piel. No hay un adjetivo que lo explique. A Bowie no es posible reducirlo al modo en que procedemos con los demás. Ni siquiera él mismo sabría cómo entenderse, imagino. Ha ido mutando, abrazando corrientes musicales o artísticas (el mod, el glam, el pop, el jazz, la música disco) y inyectando en esos estados del arte una brizna relevante de su talento. No podría encontrar alguien que se le pareciera. Tampoco tiene clones fiables. Es una especie de cosa extraordinaria y única que ha atravesado los últimos treinta años del siglo XX y los primeros de este XXI. Está un poco al margen del mundo, pero lo inspecciona con lupa, registra sus vaivenes, adquiere esa facultad que consiste en aprovisionarse de lo que realmente importa y madurarlo hasta que parece una creación propia.