José cereijo

Por Acalvogalan


Mencionado por:

Aarón García Peña
Agustín Porras
Annelisa Addolorato
Esther Muntañola
Herme G. Donis
Javier Almuzara
Marta López Vilar
Ricardo Fernández Moyano
Menciona a:
Francisco Brines
Javier Lostalé
Miguel d'Ors
Eloy Sánchez Rosillo
José Luis García Martín
Andrés Trapiello
Mario Míguez
Jesús Urceloy
José Ignacio Serra
Javier Almuzara
Enrique García-Máiquez
Jaime García-Máiquez
Marta López Vilar
Bárbara Butragueño


Bio-bibliografía

José Cereijo nació en Redondela (Pontevedra), en 1957. Desde 1968 vive en Madrid. Ha publicado hasta la fecha cuatro libros de poesía: Límites (Colección Melibea, Talavera de la Reina, 1994); Las trampas del tiempo (Hiperión, Madrid, 1999); La amistad silenciosa de la luna, haikus, (Pre-Textos, Valencia, 2003); y Música para sueños, (Pre-Textos, Valencia, 2007) y uno de relatos (Apariencias, Renacimiento, Sevilla, 2005). Ha sido incluido en diversas antologías. Colabora en distintos medios de prensa, tanto escrita como electrónica, en los que ha publicado artículos, reseñas de libros y otros textos literarios. Es también autor de una antología de la poesía de Leopoldo Panero, titulada Memoria del corazón (Renacimiento, Sevilla, 2009).


Poética

Concibo mi poesía como una exploración y un descubrimiento. Me es difícil, por tanto, hablar de ella antes de que, en cada caso, me sea revelada; por alguien que, sin dejar de ser yo mismo, tampoco es del todo ni solamente eso. En cualquier caso, intensidad, hondura y precisión son cualidades que me parecen ciertamente deseables. Con todas ellas, y con otras, hay que operar sobre ese germen que proporciona lo que, siguiendo a JRJ, podemos llamar el instinto, para intentar llevarlo -ese germen, ese punto de partida- a su mejor cumplimiento posible.

Poemas

LA ALONDRA


JULIETA.-¿Quieres marcharte ya? Aún no ha despuntado el día. Era el ruiseñor, y no la alondra, lo que hirió el fondo temeroso de tu oído. Todas las noches canta en aquel granado... ¡Créeme, amor mío, era el ruiseñor!
ROMEO.- Era la alondra, la mensajera de la mañana, no el ruiseñor...

Amar, amar la vida
sin esperanza alguna,
sabiéndola tan frágil, y tan corta.
Saber bien que la alondra
muy pronto va a cantar
(que, en realidad, está cantando siempre),
y amarla todavía, negándose al engaño
de que es el ruiseñor, y largo el tiempo.
Y despedirla luego, cuando raye
en la colina el día
que ya no será nuestro,
con un último beso, más dulce que los otros.
Saber que es para siempre, que ya nada es posible,
y apretar aún la mano final que se nos tiende,
con un amor que es casi gratitud,
y pensar que fue hermoso:
un don digno de un dios, que, aunque no exista,
bien hubiera podido, solamente por eso,
llegar a ser verdad.

NUNCA


Nunca dormí en tus brazos.
Nunca me desperté de madrugada y vi el armario, la ventana, los libros,
o escuché el ruido de las cañerías, los pasos solitarios en la calle,
y pensé, incrédulo, que, puesto que todo aquello era real,
tú también debías serlo.
No supe a qué sabían tus labios, o tu risa.
No te vi desnudarte.
No supe ni sabré jamás cómo tus ojos, en el acto del amor, incendiaban la noche.
Esa ausencia es, lo sé bien, una mutilación irremediable;
es un triste muñón, que llevaré conmigo hasta la muerte.
También es, a su modo, forma y prueba de amor, de lúcido y humillado amor,
de devastado y verdadero amor, que ofrezco a tu recuerdo.


PÁJARO MUERTO


Velado por la muerte,
tu pequeño ojo oscuro me mira todavía,
con algo que no sé si es pregunta o respuesta
o está ya más allá de todo eso.
Has sido entre nosotros
un fugaz visitante:
tan leve que no hacías temblar una rama ligera,
tan leve que es difícil decir, una vez muerto, si has llegado a vivir.
Pero también tus ojos recogieron, no obstante, toda la luz del cielo;
también tu cuerpo breve se estremeció al placer, luchó con el dolor;
en tu pequeña mente floreció, océano de hondura ilimitada,
la gloria incomparable de estar vivo.
Y ahora ya no eres nada:
una pequeña flor de podredumbre,
una idea olvidada en la mente del mundo,
un mínimo despojo que pronto tirarán.
Dime, ¿qué puedo hacer para que no te mueras?
¿Imaginar que guardo cada pequeño rasgo de tu forma graciosa?
¿Suponerte dormido en las manos de un dios que velará tu sueño?
¿Pensar que mi emoción de ahora te rescata?
Una ligera brisa, pasando entre tus plumas, te acaricia en silencio:
no tendrás otro réquiem, pobre pájaro.
La vida ya no tiene nada más para darte: sólo sueño y olvido.
Duerme, tú que no sabes; tú, que ya no preguntas.