Año: 2016
Editorial: Amargord Ediciones
Género: Novela
Valoración: Recomendable
Esto no es una obra de entretenimiento, no es un lugar amable. Mitze Katze adopta la apariencia de laberinto, pero es más bien una habitación cerrada con llave, una que hace tiempo no visitamos. No es una historia, no es un poema, tampoco es una crónica, ni un ensayo, ni un diario. No es una novela de personajes sino de espejos; no es preciosista, pero los detalles que contiene son tan afilados que, si no tienen cuidado, les descompondrán. Podría estar párrafos y párrafos definiendo lo que no es Mitze Katze. El caso es que tampoco sé muy bien cómo calificarla, ni falta que hace; porque ahí estriba su primera virtud: su extrañeza que se resiste a las etiquetas y a esa necesidad-manía tan humana de encajonarlo todo para comprenderlo. Olvídense de la red cuando se adentren en las líneas de este relato que ha construido Romero Barea.
No quiero engañar a nadie, me he encontrado con una lectura exigente, con una narrativa arriesgada, que se aleja mucho del acomodaticio canon de literatura de entretenimiento para apostar por la experimentación y el juego. Desde una concepción de la literatura como algo capaz de cambiar personas y situaciones se nos ofrece un panorama abigarrado, que nos recordará siempre a una tormenta en ciernes o a un frenopático. Pero es porque no estamos acostumbrados a que nos saquen de nuestras seguras casillas, no solemos tomar conciencia de nuestra propia naturaleza narrativa, de cómo construimos en nuestras mentes un relato de vida. Con ese hilo de pensamiento del que tira el autor como base de su estilo (con muchas, muchas variaciones) se construye la arquitectura precaria y retadora de esta obra. Tampoco es usual que el narrador se salte los límites de sus creaciones y se siente a nuestro lado a tomar café mientras leemos, como si fuera un personaje más. Algo más que un personaje en realidad, que nos interpela, nos saca de la obra con digresiones que, en un principio, creemos accesorias e inútiles. No estamos acostumbrados al riesgo, los exploradores románticos ya no tienen cabida en nuestro mundo, han sido sustituidos por máquinas que expelen novedades a ritmo inasumible, que nos ofrecen la satisfacción a corto plazo de una droga para la conciencia. Pues bien, el mecanismo implicado en Mitze Katze es justo el inverso: se nos aportan piezas que no parecen ni del mismo rompecabezas, se nos lleva a la desorientación retadora. Pero, si se persevera, si se persiguen esas luminiscencias que se atisban bajo la superficie, pronto se entra en una relación satisfactoria con el texto. Sí, esta es una de esas creaciones en la que nos leemos a nosotros mismos, somos arquitectos de nuestra propia lectura.
Ahora, tentativamente, voy a intentar acercarme un poco a lo que sí es esta novela. Mitze Katze es un discurso de pensamiento desencadenado. Es una narración que avanza a golpe de impresiones, de fogonazos, que mezcla personajes y juega a confundir al lector. Está cerca de la poesía que impregna cada párrafo y también del monólogo teatral. También es una semblanza crítica de un lugar familiar, de una ciudad amada y detestada. Un relato permeable donde el carácter de los pensamientos y los personajes aporta sustancia a Maravilla, el escenario que, a su vez, de forma recíproca, los penetra y los define. Es una novela de muchos planos, que fluye y que tiene la capacidad de invadir al lector en cuanto este acompasa su asombro con la “verborrea mental” que es el recurso narrativo principal, una confusión intencionada de transformar el pensamiento en literatura. Se da una alternancia constante entre lo real y lo ficcional, lo que la convierte en una obra incómoda. Nos hace dudar de su finalidad y su forma. Confunde vida con literatura y juego con sufrimiento.
Mitze Katze es más una fotografía borrosa o una pintura incipiente en la que intuimos algo, en la que anticipamos lo que queremos ver. Nos presentimos también dentro de la obra, dudando constantemente, desentrañando enigmas y, al mismo tiempo, disfrutando con esa incertidumbre que se despliega ante nosotros como un territorio inexplorado, lleno de promesas. No es frecuente encontrar obras que hagan partícipe al lector, que dependan tanto de sus vivencias e interpretaciones. Para mí, ese es el gran mérito de esta novela.
Hablando del narrador, me permito una broma para rebajar el tono trascendental que ha decidido adoptar esta reseña, diré que es un “narrador batidora”. Cambia de punto de vista y de voz continuamente. Podríamos decir que, de alguna manera, también es un “narrador kamikaze”, que pretende romper con lo tradicional, dinamitar el propio hilo narrativo para hacernos llegar por caminos poco transitados a la comprensión fragmentaria de lo que nos expone.
Sí quería citar la extraña maquetación que, teniendo en cuenta lo que he dicho hasta aquí, quizás sea uno más de los elementos de distracción milimetrada. Sí es así, no terminé de entender su finalidad.
En definitiva, no busquen la comodidad en los párrafos de este texto. Mejor arrebújense en su lugar habitual de lectura, reserven tiempo para responder al reto. Porque si deciden adentrarse en Mitze Katze se preguntarán con frecuencia qué está sucediendo, qué son esos chasquidos y chirridos dentro de su cráneo. Prepárense para una apuesta arriesgada. Si recogen el guante y esperan hasta que su costumbre se derrumbe el premio será algo más, bastante más, que unas horas de ocio o que unas reflexiones trilladas que poder apartar al instante para poder seguir con cualquier rutina que hayan dejado aparcada. Suerte en la aventura.
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