Joselito: “Estuve al borde del suicidio pero me faltaron huevos”

Por Malagatoro

Muy interesante entrevista de Javier Torres en el diario La Gaceta a Joselito, donde el diestro se sincera hablando de su vida.

Era apenas un niño de 10 años cuando llegó a la Escuela Taurina de Madrid, toda una bendición, porque le salvó de los peores vicios de la calle y le formó como persona. Aunque no esté bien decirlo –asegura– también le ayudó la posterior muerte de su padre, gracias a lo cual pudo conocer las bondades de un hogar estructurado. Para entonces José Miguel Arroyo 'Joselito' ya había visto la droga en su casa y conocía a las putas del barrio.

-¿La suya fue una infancia robada?

-Mi madre nos abandonó cuando yo tenía tres años. Desde entonces viví con mi padre y con sus novias hasta que se hartaban de él, claro. Vengo de una buhardilla de ocho metros cuadrados en la que me lavaban en una pila de alabastro y compartíamos baño con otras tres casas.

-¿Cómo era su padre?
-El Bienve, mi padre biológico, era un tío cachondísimo, muy flamenco y juerguista. Trabajaba en lo que podía: reventa, transportista, taxista y, por último, traficante de drogas, lo que le llevó a la cárcel. Él me llevó por primera vez a los toros y me apuntó en la Escuela Taurina. Murió cuando yo tenía 12 años, lo que provocó que el director de la escuela, Enrique Martín Arranz, se convirtiera en mi padre.

-Explique eso
-Enrique vino al entierro y vio que ninguno de los hermanos de mi padre quería hacerse cargo de mí. Enrique les recriminó su actitud y luego me adoptó. Para mí, él es mi padre.

-¿Y la Escuela Taurina?
-Una escuela de vida. Por primera vez comenzaron a hablarme como a un adulto. La bienvenida fue: “Eres un sinvergüenza, tú vienes aquí porque no quieres estudiar”. Nos decían eso para ver si realmente queríamos ser torero. Qué chaval más extraño era yo que con 10 años ya lo tenía claro.

-Y usted le puso empeño
-Pero me costó mucho trabajo. El primer día me pusieron a dar vueltas al ruedo para enseñarme a andar como un torero. Yo era muy vacililla, un chulito de barrio que andaba de puntillas. Y el paso torero tiene que ser ligero, corto y sin menear mucho los brazos... con gracia, sutileza y mucha armonía.

-¿Cómo fue su llegada a la casa de sus nuevos padres, Enrique y Adela?
-Al principio me chocaba que se mostraran cariño delante de mí. Yo pensaba: “qué pastelitos son estos”. Me resultaba extraño porque no estaba acostumbrado a una familia convencional. Enrique y Adela me dieron una educación que entonces no tenía definida.

-¿Y si su padre le hubiera visto triunfar?
-A veces lo he pensado y digo ¡qué peligro!... Era un tío majísimo, pero era un viva la Virgen.

-La que sí le vio triunfar fue su madre
-No tengo muchos recuerdos de ella. Cuando ya era torero vino a verme en dos ocasiones. Yo tenía 18 años y llevaba 15 sin verla. Ya empezaba a ser un hombrecito y tenía opciones de salir adelante por mi cuenta. Cuando la necesité no estuvo conmigo, por eso le dije que me dejara en paz.

-Con la verdad por delante, también en los ruedos
-Una tarde, al principio de mi carrera, me tocó lidiar un toro muy complicado ante el que arriesgué mucho. Después de la corrida, José María Manzanares me dijo: “Con lo que tú has expuesto esta tarde yo vivo toda la temporada; y encima no has conseguido nada”. Yo le dije: “Vale, pero es que si no lo hago, me siento ridículo”. Mi padre y mi cuadrilla me decían que tenía que hacer el mínimo esfuerzo y sacar el máximo rendimiento. ‘Fíjate en Espartaco, que torea mucho.'  Me calentaron tanto que acabé por explotar: “¿Sabéis lo que os digo? Que prefiero ser Curro Vázquez tieso, que es un torero de toreros, antes que Espartaco rico”.

-Siempre persiguió la pureza, el pellizco…
-Cuando era pequeño vi algo en Las Ventas que me cautivó. Salí de la plaza emocionado: vi sentimiento, transmisión y mucha belleza en el ruedo. Yo quiero hacer esto, me dije.

-¿Y qué tiene de pureza casarse en un McDonals? Ya hay que ser torero para ello...
-El caso es que yo me iba a casar y no quería que se enterase nadie. Antes de ir a firmar los papeles al Ayuntamiento de Pepino (Toledo) la alcaldesa me llamó y me dijo que la puerta del edificio estaba llena de periodistas. Por supuesto, me negué a ir. Entonces contacté con un amigo en el juzgado de Fuenlabrada, que me hizo el favor. Al final firmamos los papeles en el bar de abajo, un McDonalds. Tal cual.

-Luego se casó más veces
-Tres más, pero siempre con mi mujer. Lo mejor fue cuando mi hija pequeña hizo la Primera Comunión y nos pidió que comulgáramos con ella. Yo, que ni siquiera estaba bautizado, no podía engañar a mi hija y le conté al sacerdote mi situación. Entonces recibí tres sacramentos de un plumazo: bautizo, comunión y matrimonio.

-Tres también fueron sus rivales en los ruedos
-Espartaco, Enrique Ponce y Rivera Ordóñez. El primer duelo fue desigual porque él estaba en la cima y yo empezaba. Con Ponce alterné en muchos carteles, pero éramos tan distintos que era muy difícil engancharnos. El tercero, con Francisco Rivera, fue más fácil por la semejanza de nuestro carácter, ya que nos picábamos con facilidad. Una vez casi llegamos a las manos fuera de la plaza. Después de aquello nos hicimos bastante amigos.

-¿Y cómo fue su retirada definitiva?
-Me costó horrores. Pasas de tener mucha adrenalina y sensación de peligro a estar en casa sin hacer casi nada. Los toreros deberíamos ir al psicólogo antes de dejarlo. En mi caso me retiré convencido, me dije: “Tras 24 años haciendo lo mismo, por fin me quedo en el campo”. Pero después de tantos años junto a mi padre y apoderado, Enrique Martín, me aterraba la idea de separarme de él. Ya era José Miguel Arroyo solo por el mundo, y eso me generó una ansiedad tremenda.

-Casi acaba usted como Juan Belmonte, recurriendo al suicidio
-Lo tenía todo preparado, pero al final me faltaron huevos. Cuando después se lo conté a mi madre y a mi mujer no me comprendieron: “Pero si lo tienes todo”, me decían. Pero lo material me sobraba porque era tan grande la empanada mental que tenía que nada me consolaba. Me vi incapaz de hacer tantas cosas que llegué a la conclusión de que ya no pintaba nada.