“Roma es una de las más complejas y venerables cajas chinas sobre las cuales puede ejercitarse con provecho y goce el espíritu humano. Hay infinitas Romas y, partiendo de Roma, se puede llegar a donde uno quiera”, dejó escrito hace sesenta años Silvio Negro en Roma, non basta una vita, uno de los libros imprescindibles sobre la ciudad a la que Juan Claudio de Ramón dedica su espléndida Roma desordenada, que publica Siruela en su colección El ojo del tiempo con prólogo de Ignacio Peyró.
Y así como en Roma confluyen todos los caminos, en este libro confluyen también muchos libros y muchas miradas, muchas perspectivas literarias y artísticas que han abordado la realidad humana y monumental, histórica y urbana de una ciudad inabarcable a la que el autor, diplomático destinado durante un tiempo en la embajada de España en Italia, se refiere con estas palabras:
Este libro no es una guía. Es una relación desordenada de amores topográficos y las historias que evocan. Cosas pensadas, vividas o leídas en Roma. Me gustaría que su lectura traslade al lector la sensación que tuve mientras fatigué sus calles: no ya la de que la ciudad es la culminante prueba de que el hombre ha conocido la belleza, cosa patente, sino la de que Roma es algo así como el kilómetro cero de nuestra cultura; un aleph a nuestro alcance, desde donde contemplar el universo, a través de una multitud de túneles y pasillos, algunos a la vista, otros secretos o semiescondidos, como en uno de esos extraños grabados de Piranesi, si Roma no fuera lo contrario de una cárcel. Para atravesar este complejo sistema de galerías, el mejor método es el desorden. Roma no es como otras ciudades milenarias, donde, tras una capa de maquillaje moderno, yace la fisonomía primigenia de la ciudad. Roma tiene múltiples rostros, todos reales, todos contemporáneos. La Roma antigua, en cuyas ruinas vivaqueamos; la Roma papal, que recuperó su prestigio amontonando mármol en palacios e iglesias; la Roma fascista que la atraviesa con gélida geometría; la Roma de la periferia, centro genuino de la ciudad donde viven los romanos. Tras examinar estas cuatro ciudades se pueden descorrer otras gavetas: la casi extinta Roma medieval; la Roma judía, desahuciada y conmovedora; la Roma nacionalista de la Unità, que quiso ser París y fracasó; la Roma de La dolce vita, efímera capital de la mundanidad internacional.La ciudad es, en un sentido bastante literal, una jungla. Afección típica de quien vive en ella es el estrabismo: se mira con un ojo lo sacro y con otro lo profano, con uno las reliquias de santos y con otro los torsos desnudos, con uno profetas y con otro sibilas, con uno la Roma urbi y con otro la Roma orbi, con uno confusión y con otro calma, con uno geometría y con otro desorden. Una ciudad que solo se ofrece en fragmento, como escribió Hildeberto de Lavardin, obispo poeta que la visitó en 1101, cuando la urbe, que frisaba quince siglos y era una aldea insalubre, contaba su grandeza a través de sus pedazos. Con los fragmentos que tuve tiempo de acopiar, apuntalé este libro.
Del Campo de’ Fiori al Trastevere, de Goethe a Rafael, de los jardines de Velázquez a Villa Adriana, de Canova a Pasolini, de la Via Appia a Via Veneto, del ladrillo al mármol, de los pinos de Monte Mario o la Villa Borghese al abeto navideño de Piazza Venezia, de la carbonara a Chateaubriand, de los jardines farnesinos a las Termas de Caracalla, de las fuentes de Bernini a la Capilla Sixtina, un recorrido por esta ciudad de ángeles y papas, iglesias y esculturas, árboles y edificios, puentes de piedra sobre el Tíber y puentes metafóricos entre épocas y culturas para comprobar que “hasta el individuo más vulgar se convierte en alguien en Roma, pues como mínimo adquiere una visión no vulgar de la vida”, como dejó escrito Goethe en su memorable Viaje a Italia.
Setenta estaciones de paso por una ciudad que ha convocado la escritura de “muchos y grandes nombres de la inteligencia y el arte. Goethe, Madame de Staël, Stendhal, Chateaubriand, y Zola; Boswell, Dickens, Wilde y Vernon Lee; Hans Andersen, Schopenhauer y Gógol; Melville, Hawthorne, James y Edith Wharton; también Byron y Shelley (no así Keats: sus días en Roma fueron póstumos). En representación de Italia, por citar mínimos nombres que son máximos: Petrarca, Leopardi, el Belli, D’Annunzio, Fellini, Morante, Moravia, Pasolini, Carlo Levi o Ennio Flaiano. No es que, por lo demás, la literatura romana de las deidades de la cultura europea sea la mejor. Con la excepción de Stendhal, las páginas más interesantes sobre la ciudad se deben a hombres y mujeres con poca o ninguna fama, inspirados por lo que ven y no por el deseo de ver, lejos de las ensayadas efusiones del granturista de turno.”
Subtitulada ‘La ciudad y lo demás’, esta Roma desordenada no es una guía turística, sino -como señala Ignacio Peyró en su prólogo- “un libro de paseos, no de viajes: el libro de alguien que ha vivido allí, no que ha viajado allí.”
Y en definitiva, una intensa aproximación a la esencia huidiza de una ciudad inasequible y vivida, porque “Roma es cosa aparte, sí. No exactamente una ciudad; tampoco un museo, como sugiere el tópico. Más bien el arca de Noé de todas las historias de la cultura europea, el lugar donde, bajo el limo del Tíber, se ha salvado del diluvio el registro de la novela colectiva de Occidente. Solo en Roma, escribe Quevedo, «lo fugitivo permanece y dura»; decir que todos los caminos llevan a Roma es menos exacto que decir que de Roma salen todos los caminos.”
Santos Domínguez