Juan Domingo Torres vive

Publicado el 27 septiembre 2010 por Mgm


La muerte de Juan Domingo Torres, además del dolor provocado por su partida, ha multiplicado las reflexiones de amigos y compañeros en torno a su vida y obra. Helen Umaña, Oscar Amaya, Juan Almendares y Roberto Quesada, entre otros, han publicado notas en la lista de FIAN donde recrean anécdotas y momentos especiales que compartieron con JDT, mientras que en la comunidad de blogueros destacan los post de Poetas del Grado Cero (Karen Valladares y Jorge Martínez) y la nota "Juan Domingo Torres o el traslado infinito" que el poeta Fabricio Estrada ha colocado en su Bitácora del Párvulo.

En este espacio virtual queremos expresar nuestro pesar ante esta pérdida irreparable para la comunidad del arte y la cultura, porque la muerte de Juan Domingo, sin duda alguna, nos disminuye a todos. No puedo dejar de recordar la penúltima ocasión en que nos vimos, a principios de septiembre de 2008, cuando lo invitamos a disertar sobre la obra de Pablo Zelaya Sierra, aprovechando la ocasión en que parte de su obra fue expuesta en San Pedro Sula, en la galería del Banco Central. Ese martes 9 de septiembre de 2008, las quince personas que asistieron a las diez de la mañana a la galería fueron testigos de su erudición y de sus dotes innatas de maestro, Juan Domingo nos guió a través de un recorrido por la historia del arte en Honduras, tomando como pretexto la obra de Zelaya Sierra. Siempre voy a recordarlo parado frente a "Hermanos contra hermanos", mientras nos llamaba la atención sobre algunos detalles, de repente se quedó en silencio y minutos después, quizás pensando en voz alta, afirmó: "ojalá y nunca más volvamos a pasar por esta barbarie".

Pero de todos los escritos sobre Juan Domingo, ninguno ha sido más certero, y más afín con la esencia ética de Juancho, que el de Sergio Bahr, el que nos atrevemos a reproducir aquí sin su permiso. Ojalá y no se moleste, aunque tal vez se molestarán más los pendejos que como dice Sergio: "van a aprovechar para convertir tu velorio en una vitrina de sí mismos". Y nuestras disculpas a Fabricio Estrada por robarle la foto de su bitácora.

Púchica Juan Domingo

De niños teníamos una fama de ser tremendos, mi hermano y yo. No mi hermana Karen, que desde chiquita podía dejar calladito a cualquier macho catracho, motivo por el que, a través de una especie de ósmosis masculina, la gran mayoría decidiera, sin expresarlo, no discutir con ella.
Pero sí Liber y yo, a quienes Roberto Sosa siempre con la genialidad en la punta de la lengua nos había puesto de apodo “paraniños” o “alias niños” según la noche, ya que nos las arreglábamos para ser el terror de los amigos de mi padre, sobretodo si ellos padecían de la indefensión de la borrachera, y nosotros gozábamos de la impunidad de ser, pues, niños.
Tirar un paquete de cuetes en medio de un grupo de puetas dormidos.

Esperar tras la puerta, agazapados durante horas, para saltar a la espalda y jalar la barba de los pintores.

Subirnos al techo y quedarnos acostados en las tejas hasta dormirnos o hasta que pasara algún incauto escritor al cuál pudiéramos aventarle bombas de agua, lo que ocurriese primero.
Púchica, Juan Domingo eras el único, creo, que sabía exactamente como lidiar con el terror. Durante aquel tiempo en que te quedaste hospedado en la casa de la Miraflores con nosotros, peleando todos el único sillón que había frente a la tele y que invariablemente ganaba el perro, Feo (que se tiraba cuan largo era en los cojines y se reía enseñándole los prístinos colmillos a todo el que pretendiera quitarlo) fuiste nuestro compañero de juegos, presentador de la risa, mago, Houdini, amigo.

Como Feo se apropiaba del sillón a los demás nos tocaba sentarnos en el piso a ver tele, jugando a apretar el botón de “mute” cada vez que Nasralla decía alguna tontería. Se apretaba mucho, ese botón. y mi padre, con ojo fino para la nobleza, declaraba que iba a salir en ruta probable a “La pájara pinta” y dejaba a Juan Domingo Torres, ahora con título de niñero, a cargo de nosotros.
Vos asentías con una sonrisa nerviosa, y después, cuando los adultos se habían ido y solo quedábamos nosotros los niños, con una enorme sonrisa cómplice.

Púchica Juan Domingo, me acuerdo cuando 20 y pico años después nos encontramos en aquella fiesta de graduación de unos compas de la pedagógica, yo ya creyéndome grandote y vos como siempre sabiéndonos niños, y platicando me ayudaste a liberar las historias guardadas en la memoria.

Como la historia en la que mi hermano y yo agujereamos tu cama de agua, de lo que te diste cuenta al tirarte en una noche de mucho sueño y encontrarla convertida en un íntimo lago.
Como la historia en la que una plantita de propiedades medicinales, que adornaba solitaria la mesa de la sala, se quedó sin hojas, cortesía de Juana la Loca.

Como la historia del truco de Houdini, mago del que tanto nos hablaste y con la que finalmente controlaste el entusiasmo destructivo de los paraniños.

“Juguemos”, te decíamos, y sonriendo siempre sonriendo Juan Domingo inventaste el juego de Houdini. “Consiste en lo siguiente”, decías serio y emergiendo como el gran profesor que siempre fuiste, mientras nosotros te observábamos expectantes, “yo les voy a amarrar a cada uno en una silla, y el juego es que tienen que liberarse solitos, como lo haría Houdini”.

Así que nosotros pasábamos horas felices, pero con el seño fruncido, concentrados en liberarnos de las ataduras, mientras vos Juan Domingo aprovechabas para tomar una siesta, comer algo, ver televisión al lado del Feo, carcajearte de cuando en cuando desde tu cuarto.
Cuando finalmente lográbamos soltarnos, exhaustos, observabas con ojo crítico el estado de las sillas, los lazos. “Quieren jugar otra vez?”.

Nos hiciste reír tanto, y años después cuando vos y yo nos encontrábamos en Bellas Artes, o caminando en el centro (compartíamos los dos la manía de andar siempre apurados), o en la Pedagógica que insistíamos en seguir llamando “la superman”, por aquello de los viejos y mejores tiempos, o rondando algún evento en el museo del hombre, o tropezando en alguna fiesta en la que ninguno de los dos estaba muy seguro de cómo había llegado, siempre siempre me hacías reír inmediatamente.

Púchica Juan Domingo, no importa cómo estuviera mi día, no importa que fantasmas, esqueletos en el closet, pesadillas, problemas graves o pequeños o reales o imaginarios o que puto calor estuviera haciendo o que puta tormenta estuviera cayendo o qué carajos estuviera pasando con nuestro paisito, siempre me compartías un abrazo, una carcajada, un chiste fino, y me dejabas de buen humor por el resto de la semana. Siempre agradecía que no preguntaras por mi hermano, simplemente recordabas.

Había un poquito, un casi indistinguible dejo de tristeza en tu mirada.
Así que hoy cuando, tarde, empiezo a ver esos mensajes que dicen que ya no nos vamos a tropezar por ningún lado, me dejé caer sobre la silla, sin ganas de hacer nada más que recordarte. Me dicen que te están velando en Bellas Artes, y que te entierran mañana. Sospecho que muchas y muchos van a aprovechar para convertir tu velorio en una vitrina de sí mismos. Lástima que sean tan pendejos. Por mi parte creo que se va a quedar pequeña la escuela de pintoras, músicos y puetas con tanta gente que irá a decirte adiós. Se quedará pequeña ante tu memoria.
También queda más pequeña, mas así como pueblito nuestra Tegucigalpa, nuestra Honduras. Un poquito menos divertidas, un poquitín más planas. Como dirías vos, más pencas, ligeramente más pendejas. Y luego la carcajada.

Se le va a arrugar un poco el corazón a mi padre, Juan Domingo.
Yo no estoy seguro que quiera ir a tu velorio. A vos siempre te daban risa esas cosas y después de todo, no era justamente Houdini tu mago favorito? Seguro ya estás planeado como escaparte, como burlarte, como reírte, como emerger triunfante.

Pero púchica, Juan Domingo, me van a hacer falta tu risa y tu magia.
Sergio Fernando Bahr Caballero
25 de septiembre de 2010