A veces la vida nos obliga a renegar de ella, de ponernos más sombras y sombras sin una luz, a renunciar a quererla. Y sin embargo llega la aurora, el retorno a la vida, el privilegio de esa ambición humana de ser libres. En soledad y en silencio se aprende mucho, se aprende a constatar que estamos vivos, se aprende de nuestra presencia. La persona se hace persona frente al viento que quiebra las ramas de los árboles y rasga las velas de los mástiles; una vida firme vale más que los sueños incumplidos. Hay una edad en la que se tiene que arrancar de raíz todo lo que no importa, lo ficticio y lo convencional y, si se puede pedir lo imposible, establecer un pacto con la muerte.
Sin pena ni gloria se consume la vida, queriendo decir lo que no se acierta a decir. No somos nada, el vivir es dulce en esa nada, un misterio, una grandeza. Morirse sin decir lo que importa, lo concreto, lo que pesa como plomo, la maldición airada que comprende, el fin del sueño que sólo se cumplió allá en el cielo.