Juan José Vélez Otero.En el solar del nómada.Valparaíso. Granada, 2014.
Infancia y confesiones se titula uno de los textos que resumen la ética y la estética de Jaime Gil de Biedma. Lo recuerda inevitablemente el lector de En el solar del nómada, el volumen en el que Juan José Vélez Otero reúne dos de sus libros centrales, La soledad del nómada (2004) y El solar (2007).
Y esa fusión la realiza de la manera más lógica, invirtiendo el orden cronológico y sustituyendo la sucesión temporal de esos dos títulos por la perspectiva que presenta en primer lugar lo más reciente en la experiencia.
No podía esperarse otra cosa de un poeta cuya obra está tan ligada a la vida y a la biografía personal como la de Vélez Otero, en quien el desengaño no es más que el reverso inseparable de un vitalismo que recorre todos sus textos, hasta los más desolados.
Porque hay un poso celebratorio en la resistencia verbal de los versos de quien conoce y desprecia en el fondo el veneno de la nostalgia. Lo explica en esta Foto del 63:
Hay una luz de claustro en esta foto,
de soledad de esperma
y de locura, una luz
de tormenta de otoño
y de colegio de fantasmas.
Hay un niño y un mapa
y una bola del mundo
que lleva años enteros
girando en un cajón oscuro.
Hay una sonrisa de metal helado,
de mercurio de termómetro difunto,
un humo de alquimista
sonámbulo y misericorde
que se forja en el frío
de los muertos en vida.
En esta fotografía
hay cristales rotos de un sueño diezmado
y espumas olvidadas de una playa distante.
Un suicida
podría haber escrito en su reverso
la despedida solemne y temblorosa
del cansancio y la duda.
Mientras, el niño sonríe
completamente ajeno al espejismo
donde se iban formando en silencio
las larvas venenosas de la nostalgia.
Como en ese texto, el poeta se remonta en muchos de sus versos desde la anécdota trivial hasta la reflexión intemporal, va de lo cotidiano a lo universal, de lo íntimo a lo civil, de su habitación a la calle como un nómada que se mueve entre lo individual y lo colectivo en ese solar metafórico que es el mundo y que tiene mucho de deshabitado espacio en ruinas, de lugar intermedio entre lo personal y lo público.
Y es entonces cuando sobreviene la memoria de la infancia como un paraíso perdido, la elegía de las pérdidas, la certeza de que lo que pudo ser no ha sido, la indignación y la rabia, la soledad y el apartamiento, el escepticismo crítico y la tristeza sin fondo en una poesía capaz de reunir en un mismo registro la ironía mordiente y la metáfora intensa, la preocupación existencial y la coherencia ética sobre una línea constante de belleza y verdad, como en Inscripción funeraria:
La soledad de un hombre es la certeza
de saberse olvidado como un ancla
en el mar de los sueños, un madero
al final de un naufragio presentido.
Santos Domínguez