Juego de niños

Publicado el 17 septiembre 2013 por Verónica @1000_luna
Año 1936. El 18 de julio estallaba  la Guerra Civil Española. Un número todavía incierto,  aproximadamente un millón de personas,  fueron  víctimas, todas ellas sin sentido. Unas en combate, otras ejecutadas y las que no cuentan las estadísticas que murieron de hambre, enfermedades y de pena  por las duras situaciones en las que se hallaban. En cada hogar había una tragedia personal. Esta es la historia de uno de tantos niños que pasaron su niñez jugando sin jugar entre alarmas y bombas.
Ricardo tenía tres años y medio cuando todo empezó. Vivía en un pueblo cercano a  Barcelona con sus padres y una hermana menor que él. Su padre tuvo que irse al frente mientras su madre hacia lo imposible por sacar a sus hijos adelante. El primer juguete que tuvo Ricardo fue su hermana Gloria. Él era encargado de cuidarla y alimentarla mientras su madre salía a trabajar. Las palabras que su padre le dijo antes de marcharse quedaron grabadas en su memoria: — Ahora eres el hombre de la casa, cuida de ellas, pequeño, hasta que yo vuelva.En el pueblo había una fábrica que durante la guerra  se utilizaba para hacer armamento,  y por ello eran habituales los bombardeos. Lo primero que aprendió Ricardo fue a identificar el sonido de “La Pava”, que así llamaban al bombardero que sobrevolaba el pueblo. Entonces, como su madre le había enseñado y como si de un juego se tratara, estuviera donde estuviera al oírla tenía que correr a cobijarse a casa o  al refugio más cercano.En una ocasión Ricardo jugaba con sus amigos lejos de su vivienda.  De repente, las alarmas sonaron y todos corrían a sus casas. Ricardo y sus amigos no sabían dónde ir, pues el refugio más cercano estaba lejos y “La Pava” sonaba cada vez más cerca. Una anciana los llamó —  ¡Rápido, pequeños, venid! — Asustados corrieron a casa de la anciana, que los llevó a un gallinero que hacía las veces de refugio — ¡Vamos,  a prisa! buscad unos palitos y ponéoslos en la boca, mordedlos y no los soltéis hasta que yo os diga —. Con los ojos cerrados y mordiendo con fuerza aquel palo permanecieron todos hasta oír la explosión. Después el silencio…La anciana empezó a gritar entre arcadas. — ¡Agsss…  qué asco, Dios mío! ¡No! —todos la miraban asombrados y asustados sin saber muy bien qué pasaba. — ¿Está bien señora? ¿Qué le pasa? — preguntó Ricardo a la anciana. Ella contestó entre aspavientos: — ¡Lo que me metí en la boca era un palo acompañado de mierda de gallina! — Los pequeños rompieron la tensión del momento con enormes carcajadas, convirtiendo un duro episodio en una divertida anécdota.Pero no siempre eran anécdotas divertidas que recordar. Ricardo empezó a ir a la escuela, algo que le hacía feliz. Estar con niños de su edad y aprender, que además era fácil para él, era un niño  inteligente y aplicado. El camino a la escuela era largo y difícil para un niño tan pequeño, pero Ricardo era fuerte y no temía a nada. Cada mañana pasaba  por casa de unos amigos, un niño de su edad, Manuel, y su hermana menor, Sofía;  juntos continuaban el camino hacia la escuela. Un día de tantos, al volver a casa, las alarmas comenzaron a sonar, cuando pasaban cerca de la fábrica, así que la situación era más peligrosa si cabe. — ¡Las sirenas! ¡”La Pava”,   que viene”La Pava”! ¡Corred, Manuel, Sofía vamos al refugio!— Ricardo corrió a toda prisa, pero al mirar hacia atrás vio a los hermanos cobijarse en un paso subterráneo, les gritó: — ¡No, ahí no, es peligroso, vamos al refugio! — Pero no le hicieron caso. Asustados Manuel y Sofía se acurrucaron bajo tierra. Ricardo dudó por un momento si retroceder e ir con ellos, pero recordó las palabras de su madre y optó por seguir hasta el refugio. El sonido de las bombas era devastador, más todavía debido a la cercanía de la fábrica. Una de las bombas fue a caer en la boca del paso subterráneo. La onda expansiva destrozó a los dos hermanos, Manuel y Sofía, que murieron en el acto. Una vez pasado el ataque, Ricardo corrió a buscar a sus amigos, se hizo paso a través de las personas que taponaban la entrada del túnel y la escena que sus ojos vieron fue una herida más en su corazón. Sus días transcurrían entre las obligaciones en la escuela y en casa. En sus pocos momentos libres soñaba…  Un día uno de esos sueños se hizo realidad. En su cumpleaños recibió de su madre el juguete que siempre había deseado, un caballo. Era un caballo precioso y grande, parecía real al menos para sus ojos de niño.  Momentos llenos de felicidad para él, enseñándolo a sus amigos, instantes de alegría que atemperaban una dura realidad. Daba de comer a su hermana, la bañaba y hacía las tareas de casa, todo bajo la mirada de su caballo. Por las noches cuando todos dormían, Ricardo, se imaginaba galopando a lomos de su preciado e inseparable amigo. En una mano las riendas, en la otra una poderosa y mágica espada de madera. Gritaba en silencio los nombres de sus amigos, Manuel y Sofía, apuntaba al cielo, pues allí es donde le habían dicho que estaban e imaginaba que regresaban a su lado. Se sentía un héroe, el héroe que iba acabar con la guerra y traer a su padre sano y salvo a casa. Cuando el cansancio le vencía volvía a la realidad,  una sensación de tristeza le embargaba, acariciaba a su amigo y se dormía. Así noche tras noche… Y llegó el día en que pensó que su caballo tendría sed y que debía lavarlo para mantenerlo reluciente. Cuál sería su sorpresa cuando al sumergirlo en el agua vio como se deshacía convirtiéndose en tan solo unos pocos trozos de cartón, ni rastro de su compañero de aventuras. De la sorpresa a la desilusión y a la tristeza por la pérdida de su fiel amigo. Algo más para relatar a su añorado padre al que cada noche recordaba. Pero Ricardo era fuerte, la vida lo había hecho fuerte.Una mañana,  cuando todavía se desperezaba para empezar un nuevo día, oyó las voces agitadas de un grupo de personas. Se asomó a la ventana, pero no lograba ver nada. Se colocó rápidamente sus pantalones cortos de pana, su camisa, sus calcetines largos hasta la rodilla y sus zapatos algo desgastados. Se peinó minuciosamente la raya como su madre le había enseñado y salió a la calle. Observó entonces cómo cientos de soldados tomaban las calles, entrando por varios frentes concentrándose en medio del pueblo. Las tropas franquistas hicieron parada en la pequeña villa usando el colegio como cuartel, para luego avanzar a tomar la capital. Ricardo lo observaba todo ajeno a lo que significaba. Todo era como un juego, un desfile de soldados luciendo uniformes y fusiles.
Poco después disfrutaría de una de sus mayores alegrías. Una tarde del mes de abril de 1939 su padre volvía a casa sano y salvo. La guerra había acabado. Ricardo era, en esos momentos, un niño afortunado comparado con las muchas familias que habían quedado destrozadas. La alegría fue efímera, los primeros años de la posguerra fueron muy duros. El hambre, la pobreza, la falta de libertad y la dictadura militar a la que fueron sometidos hizo sumir al pueblo de nuevo en la tragedia. Ricardo siguió creciendo jugando a trabajar.

Fotografía: Manel Subirats. http://instagram.com/msubirats


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