Juegos de agua de M. Ravel, por Martha Argerich
Si el mundo fuera como las novelas juveniles a la moda, repleto de vampiros, hombres lobo, zombis y otros seres terroríficos que se adueñan de las almas, la música sería la salvación: la melodía que vence a la oscuridad, el ritmo que ordena el caos, la armonía que hace brotar la vida allí donde solo reina la esterilidad.
La luz de la música, en especial la del piano, es imborrable. Aquel que la ha conocido, aquel que la ha sentido nunca puede olvidarla. Ya puede vagar cien siglos por la oscuridad y la locura que el tejido pianístico de unos cuantos minutos que escuche le envolverá de cordura. El piano es una espada legendaria y vencedora, hecha de la afilada lama de la razón y curtida en millones de batallas donde ha expresado toda la gama de sentimientos y emociones que pueden salir de un corazón humano. El piano recompone naufragios y resucita almas rotas.