Para cuidar de su hija María, un trasto de tres años, habían mandado llamar a una muchacha alegre y bien dispuesta, que ya había servido en la casa anteriormente. Julina tendría unos quince años e hizo muy buenas migas con María: la llevaba prendida de su falda dondequiera que fuese, como una prolongación de su cuerpo. Aparte de cuidar de la niña, Julina echaba una mano en las labores domésticas, desde hacer los mandados de la compra hasta tender la sábanas en las aulagas del corral.
Por aquellos días un par de mujeres estaban encalando los patios. Aprovechaban las horas frescas de la mañana y Julina, cuando tenía un ratito, las ayudaba. Como era delgada y liviana, la llamaban para rematar las paredes más altas. Ella se subía en la estrecha escalera de madera, colgaba el cubo de cinc en uno de los travesaños y extendía la cal con la brocha hasta el arranque del tejado. Y de allí arriba se cayó. Tal vez intentó llegar a algún rincón muy retirado o la escalera estaba mal asentada y se escurrió, el caso es que cuando oyeron el grito Julina ya estaba volando por el aire. Se golpeó la cabeza en el empedrado del suelo y perdió el sentido al momento.
Con el revuelo que se organizó por el accidente, con los gritos y los llantos, la llegada de su familia y el desfile de las vecinas, a la madre de Elisa le empezaron las contracciones y tuvieron que meterlas a las dos en el único taxi que había en el pueblo, un mil quinientos de color negro, y llevarlas a toda prisa al hospital de Llerena, en una de cuyas salas nacía Elisa mientras Julina moría en otra.