Lo cierto es que, además de la política, los nubarrones negros iban a ensombrecer este julio aciago. Porque la noticia que vomitaron este mes los periódicos era espeluznante: más de 800 millones de personas padecen hambre en el mundo, según un informe de la ONU para la Organización de la Alimentación y la Agricultura (FAO). Y lo que era peor: que por tercer año consecutivo, el número de los que pasan hambre no había dejado de crecer. Sólo en el último año, 10 millones de hambrientos se habían incorporado a ese “selecto” club de famélicos condenados a no tener nada que llevarse a la boca, mientras un tercio de los alimentos que se producen en el planeta para consumo humano se pierde o se desperdicia. Pedir sardinas en la playa, tras conocer estos hechos, constituye un acto de inmoralidad que te atraganta la conciencia.
Y es que el ser humano, dotado de una inteligencia racional que lo distingue de los animales, es capaz de lo peor y lo mejor, de las más espeluznantes abyecciones y las más sublimes de las grandezas. Por eso puede orillar en la miseria a una parte considerable de la población, negándole toda oportunidad de ayuda, y poner un hombre en la luna con un mensaje de paz en nombre de la humanidad. Se constata esta dualidad del ser humano al cumplirse el 50 aniversario de aquella hazaña movida por el tesón e ingenio humano, al tiempo que simultáneamente se cierran fronteras en la Tierra y se criminaliza al que emigra en busca de paz, libertad y oportunidad para prosperar. Con esos mismos ideales viajamos al primer astro en que el hombre dejó su huella. fuera de nuestro mundo, emigrando por el espacio sideral en pos de conocimiento. Otra efeméride que, con su cara y su cruz, revela nuestra dual disposición para lo sublime y lo abyecto.
En nuestro país, y aunque la ultraderecha no admita la existencia de la violencia machista (diluyéndola en ese eufemismo de “intrafamiliar”), otra mujer, médico en Terrasa (Barcelona), fue asesinada por su marido, sin que constaran denuncias previas de maltrato o violencia en la pareja. Otras tres mujeres también perdieron la vida en este nefasto mes, lo que eleva el número de víctimas de violencia machista a 35. En Murcia, el exmarido de otra mujer, sobre el que pesaban dos condenas, una por acoso y otra por quebrantamiento de la orden de alejamiento contra su exmujer, supuestamente mató a su hijo, de 11 años, y luego se ahorcó. Se trata de lo que se conoce como violencia vicaria, con la que se persigue hacer el mayor daño posible a la madre a través de los hijos. Desde que se contabilizan estos crímenes como violencia de género, en 2013, son 28 los menores asesinados por sus padres o parejas y exparejas de sus madres. Y es que ese machismo criminal que la ultraderecha se resiste reconocer constituye una plaga insoportable en España. El calor y el asco nos revuelven las tripas en un verano que parece dispuesto a estropearnos las vacaciones.
Y lo malo es que ese odio, esa intolerancia y esa violencia con los que tratamos a otros también se irradia entre nosotros mismos y condiciona nuestras relaciones en comunidad e, incluso, como vecinos y familia. Hace que perdamos aquellos valores de conducta basados en el respeto y la educación -el único patrimonio válido para ricos y pobres- para sustituirlos por la intolerancia y el desprecio hacia quienes no comparten nuestra opinión o manera de ser. Ello nos induce a considerar enemigo o agresor al disidente o adversario, al que tratamos con soberbia. Y nos hace actuar desde un supremacismo del “yo” -semejante al blanco de Trump, sionista de Netanhayu o trasnochado españolismo integrista de Vox- que antepone “mis derechos” a las obligaciones y comprensión con el diferente. Un egoísmo que nos convierte en prepotentes y sectarios que sólo atienden a su singularidad e individualidad. Y frente a las provocaciones y chulerías de los lenguaraces, reaccionamos con irascibilidad y violencia, sin saber contenernos ni respetarnos. Nos volvemos intransigentes con los demás e indiferentes con quienes sufren desigualdad e injusticia, si ello no nos concierne directamente en primera persona, llegando al extremo de dividir el mundo entre amigos o enemigos, también en el ámbito familiar. Y es que, movidos por el odio y la intolerancia, cada cual se atrinchera en su ego particular, impermeable al otro, a cualquier otro, conocido o extraño, que nos despierte desconfianza, recelo o inseguridad. Y así nos va, incluso en vacaciones, enfrentados.