Jung y Gnosis

Publicado el 12 junio 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

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Según Jung, los grandes símbolos y mitologemas expresados por la humanidad en cualquier momento de su existencia surgen de un profundo sustrato de la mente que une a todos los hombres en una identidad más allá del tiempo y del espacio: el inconsciente colectivo.

La base de toda vida espiritual sería entonces el contacto con ese sustrato, y la desconexión deja sin guía a la conciencia y la desorienta en su búsqueda de propósitos.

Se acepte o no la noción del inconsciente colectivo, hay por otra parte una línea de transmisión ininterrumpida que, limitándonos a Europa, conecta la filosofía presocrática, la escuela pitagórica, el pensamiento heleno, los grupos periféricos del judaísmo, los esenios, el gnosticismo cristiano, el misticismo monástico, el humanismo renacentista, la alquimia, el rosacrucismo y otros movimientos relacionados con la idea de una espiritualidad fundada en el conocimiento interior.

Según esto, la vía al conocimiento es hacia dentro; la idea de una verdad revelada de que hablan las religiones no deja de tener su lugar aquí: la dificultad de acceder a lo inconsciente hace las veces de guardiana del inconsciente colectivo, y es el Sí mismo quien decide cuándo el Yo está preparado para contemplar la verdad sin velos; la Gran Madre protege al niño e impide su viaje hasta que éste demuestra que puede valerse por sí solo. Es sólo entonces que ésta transmuta en compañera que le asiste en su aventura.

Afirma Joseph Campbell en Tú eres eso que las religiones “adornadas y detalladas” se terminaron otorgando ese papel de guardianas del inconsciente, pues nos protegen contra una explosiva experiencia mística que sería excesiva para nosotros.

En su institucionalización, el concepto de idea revelada pareciera indicar la participación de un agente externo al individuo; cuando todo está concretado y formulado, la experiencia religiosa se convierte en una experiencia ajena, una exteriorización que pronto se automatiza y que no nos llega directamente, de modo que pierde todo su sentido. Salvo el social:

 El objetivo de las religiones occidentales no es provocar una identificación con lo trascendente. Su objetivo es producir una relación entre los seres humanos y Dios, que no son lo mismo. La actitud típica del Levante, del Medio Oriente, de donde vienen nuestras religiones, es la sumisión del juicio humano a ese poder concebido como Dios.

[…]

¿Cómo nos relacionamos con Dios en esta tradición? La relación se consuma a través de una institución. A ésta podemos llamarla la primera disociación mítica, en tanto disocia la persona del principio divino. El individuo sólo puede asociarse con lo divino mediante la institución social. Así, en la tradición judía, Dios y Su pueblo tienen un pacto respecto de su relación especial.

[…]

No obstante, por medio de este acuerdo hemos sido vaciados de nuestro sentido de nuestra propia divinidad. Nos hemos comprometido con una organización social o institución jerárquica, que tiene sus propias exigencias. Y ahora esas exigencias mismas están en cuestión. Esto alienta lo que llamamos alienación, es decir, un sentido individual de extrañamiento de la institución religiosa a través de la cual nos relacionamos con Dios.

El Dios de la institución no está apoyado en nuestra propia experiencia de la realidad espiritual. Esto abre un hueco que cuestiona la validez del ser humano. El primer objetivo del místico es validar la experiencia humana individual de la persona.

Por otro lado, la imposición de la fe, en cuanto que experiencia externa, y la ocultación de la experiencia interior, es responsable a su vez del auge del ateísmo en la Modernidad, según el filósofo y teólogo protestante Paul Tillich, para quien los principios del ateísmo han de remontarse al pensamiento aristotélico, que ensalza la fe y suprime la experiencia interior: cuando la gente deja de experimentar a Dios, se ve obligada a creer en él y surge entonces el conflicto con la razón, según explica Stephan Hoeller en Jung y los evangelios perdidos:

El sentido interno de Dios es una cualidad de la psique profunda y no de la razón. Con la ascendencia de la razón sobre la conciencia psicológica de la verdad arquetípica, quedó ampliamente abierto el camino que conducía al racionalismo y, en último término, al materialismo y al ateísmo. Así, según Jung, y Tillich está de acuerdo con ello, Occidente quedó perdido.

Para Jung, la fe responde a una mentalidad infantil que no está dispuesta a renunciar a la seguridad de un mundo presidido por unos padres poderosos. Tal estructura hace de la espiritualidad un fenómeno pasivo sin responsabilidad individual de búsqueda del conocimiento.

Según la gnosis defendida por Jung, lo subjetivo no es tan subjetivo como podríamos creer, pues según se profundiza en las corrientes psíquicas se van dejado atrás los aspectos meramente personales y se entra en contacto con experiencias intemporales y verdaderamente objetivas.

De hecho, este pensamiento postula que el contenido de toda religión no es el producto de una revelación externa, sino la revelación interior de la propia psique humana. Escribe Hoeller:

En toda alma hay una avidez por esa clase de visión directa que otorga totalidad y verdadero significado. Mientras no sepamos afrontar creativamente esta avidez, se proyectará hacia el exterior, independientemente de nuestra voluntad, e incluso en contra de nuestra voluntad, aunque, habitualmente, dirigiéndose hacia un objeto inadecuado.

Desde el planteamiento de la psicología analítica y su aceptación de las coincidencias significativas, el descubrimiento de los manuscritos de Nag Hammadi y Qumrán poco después del final de la II Guerra Mundial y el comienzo de la Guerra fría se antoja el equivalente occidental de la leyenda budista que dice que Padma-Sambhava, el introductor del budismo en el Tibet, escondió numerosos documentos de sabiduría para que fuesen descubiertos cuando más grande fuese la necesidad de ellos. O más concretamente, a la historia sobre cómo Josué esconde la Torah de tal manera que sólo aquellos que fuesen dignos la descubriesen en el momento oportuno. Así lo explica Hoeller:

En 1945, cuando las ruinas físicas y psicológicas de la segunda guerra mundial eran todavía dolorosamente evidentes en Europa, África y Asia, en el mismo momento en que las hecatombes de Auschwitz, Dachau y Bergen-Belsen iban a ser imitadas e incluso superadas por los campos de la muerte del archipiélago Gulag de Stalin, cuando a muchos ya les parecía que el mundo jamás se recuperaría de la mayor calamidad ocurrida en la historia humana, en ese mismo momento de la más profunda oscuridad y desesperación del alma del mundo, un campesino egipcio, que montaba su camello en busca de fertilizante, se encontró con una serie de documentos antiguos que poseen el potencial para ayudar a Occidente en la recuperación de una parte sustancial de su alma perdida.

Más allá, dos años después, un cabrero palestino completaba el cuadro al dar, también por casualidad, con el legado de los esenios en Qumran. Hoeller ahonda en esta sincronía entre la demanda de una nueva espiritualidad y el descubrimiento de los rollos al referirse a los oscuros entresijos de la investigación que han hecho que, a día de hoy, sólo se haya publicado el 20% de los textos hallados: Jung señaló en varias ocasiones que los documentos de Nag Hammadi no contienen dogmas, sino revelaciones fundamentales procedentes de los estratos más profundos de la psique humana; con la aparición de los textos de Qumran, los eruditos descubrieron una tradición más apropiada con la que vincular el Nuevo Testamento que la que ha pervivido en todos los movimientos cristianos exotéricos de estos últimos dos mil años:

La tradición esenia y gnóstica alternativa se convirtió en el equivalente de la sombra psicológica de la principal religiosidad judeo-cristiana. Y, sin embargo, la psique humana no puede renunciar durante tanto tiempo a la presencia efectiva de su sombra. Llega siempre un momento en el que la parte hasta entonces rechazada y, por lo tanto, ausente de nuestra simismidad llama poderosamente la atención hacia sí misma. La piedra que los constructores rechazaron aflora una vez más para ser incorporada en la estructura y, en realidad, para convertirse frecuentemente en la piedra angular de esa misma estructura.

[…]

Los eruditos, adoctrinados por la monolítica visión mundial del Viejo y el Nuevo Testamento, han encontrado grandes resistencias psicológicas en sus propias mentes cuando se han visto confrontados con el desafío de descubrimientos que, al ser sacados a la luz de la comprensión reflexiva se pueden revelar como Otro Testamento, que difiere radicalmente respecto de los dos aceptados, a los que a menudo contradice.

Es como si asistiéramos a la lucha entre la tendencia evolutiva de la psique y la fuerza conservadora que se resiste a desaparecer. En este ambiente, dice Hoeller que pervive el error de concebir la necesidad de plenitud sentida por tantos en los términos de la extraversión:

Muchos hablan y escriben de paz mundial e imaginan “un mundo” sin reconocer que tales ideas nunca se realizarán sobre un plano externo mientras no haya suficientes individuos que alcancen la plenitud dentro de sí mismos.

[…]

El declive de nuestra cultura viene dado por el eclipse de un matriarcado benigno y su sustitución por un patriarcado maligno, una situación que, según se nos dice, puede ser remediada mediante la restauración de un matriarcado presidido por una diosa crónica rehabilitada. No seremos salvados por el surgimiento de ningún redentor, del mismo modo que tampoco nos salvará ninguna madre tierra renacida, sino que únicamente nos salvaremos mediante la reconciliación de los dioses y las diosas que hay dentro de nosotros mismos.

Lejos del ámbito católico, cuyo poder político manifiesto lo ha dejado más expuesto que otras tradiciones, no se debe olvidar que el dios de la Revolución industrial es el de los calvinistas, quienes se centran casi exclusivamente en el Antiguo Testamento:

Es este arquetipo vengativo y cruel el que se convierte en el Dios de los puritanos y, finalmente, en el Señor de la Revolución Industrial, de los mercaderes de lana de Manchester y de los comerciantes yanquis de Nueva Inglaterra. Bajo la influencia de la imagen industrializada de Jehová, el concepto del Israel del Antiguo Testamento viene a ser sustituido por el de pueblo elegido, es decir, por los que alcanzan el éxito, los industriosos y los ricos. La predestinación calvinista llega a declarar que el Dios puritano ama a los ricos más que a los pobres y que la riqueza y el éxito son señales del favor divino.

En cuanto a la imagen de Jesús, la Modernidad lo desprovee de los auténticos rasgos de una figura crística:

Los siglos XVII y XVIII lo utilizaron como un objeto sentimental de devoción sensiblera y poco más. Se convierte en el que consuela sentimentalmente, en un amigo sobre cuyo hombro pueden llorar los afligidos y en el portador de la esperanza para los oprimidos, que nunca acaban de hallar completo consuelo. ¡Qué lejos se halla esta imagen pálida y sentimentalizada del feroz defensor de los marginados por la sociedad, que aparece en el Nuevo Testamento!

El racionalismo pierde el rumbo y contagia a gran parte de las instituciones exotéricas, que se involucran en los debates en torno a la historicidad de Jesús. Se pierde entonces su realidad simbólica como puerta de la experiencia interior. Para Jung, Cristo simboliza la unión curativa del Sí mismo intrapsíquico, la representación más importante de este arquetipo.

También en esa época de confusiones, dice Hoeller, apareció como otra sincronicidad afortunada la mitología comparada para restablecer la realidad mítica perdida por los cristianos:

La erudición descubre que la imagen del nazareno crucificado se halla íntimamente conectada con un gran número de divinidades salvadoras de la antigüedad: Osiris, Horus, Tammuz, Mitra, Orfeo y muchos otros.

Desde esta perspectiva, es indiferente que una determinada idea se adecúe o no a un hecho epistemológico, sólo basta que tal idea exista y, en tanto que existe psicológicamente, es verdadera.

Jung no acepta el desprecio y el descrédito hacia Jesús, como no lo acepta para cualquier otra gran figura del espíritu. En sus enseñanzas relativas al inconsciente colectivo o a la psique objetiva, plantea la noción de que los símbolos religiosos surgen de una fuente humana común existente en las profundidades de la mente. La realidad física de un Jesús histórico es para Jung mucho menos importante que la realidad psíquica de la figura de Cristo, discernible dentro del funcionamiento del alma humana.

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Jung hablaba de un “instinto religioso”, del que los símbolos arquetípicos son parte. Si se obstaculiza ese instinto, si se bloquea el acceso a los símbolos, surge la neurosis, pues las imágenes simbólicas son las canalizadoras de la energía psíquica y las que garantizan su flujo correcto en cada momento de la existencia.

Es por ello que se afirma que el conocimiento del hombre comienza con el conocimiento de los dioses y las mitologías. La realidad requiere una interpretación totalizadora que resuelva los dualismos, y para ello hay que recurrir a las corrientes herméticas y gnósticas de forma que se pueda recuperar el conocimiento olvidado sobre la experiencia interior. Según explica Hoeller en otro libro titulado Jung el Gnóstico:

Reconoció que las imágenes gnósticas surgen aún hoy en las experiencias internas de personas en conexión con la individuación de la psique y, en ello, vio evidencias de que los gnósticos estaban expresando verdaderas imágenes arquetípicas que, se sabe, persisten y existen sin tener en cuenta el tiempo o las circunstancias históricas. Reconoció en el Gnosticismo una poderosa y fundamental expresión original de la mente humana, una expresión dirigida hacia la más profunda e importante labor del alma: el logro de la Plenitud.

Siguiendo los estudios de Francis Yates sobre las tradiciones ocultistas del Renacimiento, el arte, la ciencia y la literatura de aquella época son el resurgir de una filosofía perenne que atraviesa la historia, siempre de una forma más o menos oculta, pues atenta contra todo poder establecido.

La magia hermética y gnóstica, la alquimia y el misticismo heterodoxo fueron el pozo de las aguas vivientes de las cuales las más grandes luces de la cultura occidental, desde Galileo hasta Shakespeare, tomaron su inspiración y sustento espiritual. Esta tradición alternativa sería continuada por los poetas y artistas esotéricos durante la Edad de la Razón: Goethe, Holdërling, William Blake, Shelley, Moreau, etc.; luego, se la intuye en el germen existencialista de Kierkegaard y en el nihilismo de Nietzsche.

De hecho, el filósofo Hans Jonas entendía que los existencialistas no eran sino continuadores del gnosticismo que habían perdido el contacto con la parte positiva de la tradición, quedando así desvalidos en una tierra hostil sin conocer “el camino de regreso”.

En todos ellos se adivina un impulso que, ya fuese promovido por unos o simplemente intuido por otros, los une a la gran corriente de buscadores de lo profundo que señala Hoeller, con cuya cita dejamos el tema abierto e inconcluso, esperando a otra mejor ocasión:

Sin duda, los gnósticos sabían algo, y era lo siguiente: que la vida humana no cumple sus designios dentro de las estructuras y sistemas sociales, puesto que todos ellos son, en el mejor de los casos, sólo oscuras proyecciones de otra realidad fundamental. Nadie llegará a su propia individualidad siendo lo que la sociedad quiere que sea o haciendo lo que la sociedad quiere que haga. La familia, la sociedad, la Iglesia, el comercio y la profesión, las lealtades políticas y patrióticas, y las reglas y mandamientos morales y éticos, en realidad no conducen en absoluto al verdadero bienestar espiritual de la humanidad.

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