A
medida que nos aproximábamos las hojas de las puertas con ojos de buey se iban
abriendo y un fuerte olor llegó como una cachetada. Cogí su mano acariciándola,
bordeando el pulgar cercenado unos años atrás. Cerré los ojos. Papá llegaba a
casa y era como ver a Dios; corría sin medida y me prendía al cuello, llenando
de besos su rostro.
Tras largas horas de
incertidumbre, el médico dijo que todo marchaba bien y que podía llevarlo a
casa. Ésta vez fue él quien me llenó de besos.
Autora
del texto: María Estévez