Nadie quiere justificar la violencia porque nadie quiere mancharse las manos, es mucho mejor que se las manchen otros, por ejemplo, los antidisturbios. Un antidisturbios es un tipo al que todos pagamos un sueldo para que mantenga el orden. Si para mantener el orden es necesario ejercer la violencia, el antidisturbios está plenamente autorizado para hacerlo. En todas las sociedades hay trabajos que no quiere hacer nadie, por ejemplo, recoger la mierda, por ejemplo, golpear a manifestantes.
Defender la actuación policial del 25-S significa esconderse tras la hipocresía de los que no quieren mancharse las manos, esto es, de los que prefieren pagar para que otros mantengan la casa limpia. La democracia consiste en hacer que la organización social se ordene mediante el mando a distancia de las instituciones, accionado siempre por otros, un mando a distancia que ofrece una pobrísima oferta de canales políticos.
El argumento utilizado para condenar la actuación de los manifestantes violentos es, desde el punto de vista legal, que atentaban contra una institución fundamental dentro del juego democrático: el Parlamento. El Parlamento es intocable y custodia la tranquilidad de los que están dentro, nunca de los que estamos fuera. Rodear el Parlamento es pues un acto intimidatorio. Nadie vio nunca un Parlamento rodeado por sus propios mecanismos de defensa.
Creer que el Parlamento es sagrado no le hace ningún bien a la democracia; creer que las normas son intocables, tampoco. Todos los grandes procesos históricos han ido acompañados de grandes agitaciones sociales, donde la violencia no era unidireccional, no juguemos ahora a hacernos los inocentes: si tenemos una jornada de 8 horas fue gracias a la revuelta de Haymarket (1886); si la línea borbónica nos gobierna desde hace tres siglos fue gracias a que ganaron una guerra (1713); la legitimidad sólo se puede alcanzar mediante el uso de la violencia, una legitimidad, por cierto, que no cuenta nunca con ningún consenso. El mundo es un conflicto y todo el que quiera plantarle cara al conflicto deberá hacerlo siempre en términos violentos. Resulta curioso constatar cómo aquellos que critican la violencia de los, llamémosles, ilegales, luego se adhieren sin ningún prejuicio a sus logros, ¿acaso alguien quiere renunciar a una jornada de 8 horas? Todos aquellos trabajadores que se oponen a las huelgas deberían firmar también que renuncian a cualquier beneficio obtenido por los huelguistas. Si, estoy a favor de los piquetes, esos violentos.
Cuando alguien rompe un escaparate, lanza una piedra contra un antidisturbios o quema un contenedor de basura, es otra cosa la que está rompiendo, no está destrozando sólo un escaparate, no está apedreando sólo a ese policía, no está quemando sólo ese cubo de basura. La violencia es también un símbolo, las autoridades deberían aplicarse más para tratar de descifrar el mensaje, en lugar de banalizarlo. Quizá ya conocen su significado, y por eso tratan de acallarlo minimizándolo, desplazando el significado real por un simple «vandalismo».
Frente a las actitudes pazguatas y asombradas que se llevan las manos a la boca y abriendo mucho los ojos susurran «oooh, no se puede defender la violencia», yo me atrevo a decir que sí, que la única oportunidad siempre está en el riesgo de mancharse las manos, de actuar. Nos hemos cansado de hacer zapping, es hora de lanzar el televisor por la terraza.
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