A menudo, Kafka soñaba encontrarse en una gran sala llena de gente y leer en voz alta, desde un podio, sin interrumpirse, toda La educación sentimental. Era una fantasía de potencia, el deseo de dominar a los demás por medio de la única arma que le confería relativa superioridad, o sea la palabra. Pero con la codicia del poder se entrelaza, nostálgico y ambiguo, el anhelo del amor: para fascinar a los escuchas y para sostenerse -entre la multitud de la vida real y la de una sala imaginaria y colmada- Kafka fantaseaba en aferrarse a un grandísimo libro de amor, al libro del desencanto y la desilusión. En sus cartas y diarios, el nombre de Flaubert reaparece con frecuencia y con pasión, especialmente relacionado con La educación sentimental, obra maestra de un escritor que él amaba quizá más que a ninguno y en el cual intuía al fundador y también, ya, el culmen de la literatura moderna de la soledad y la privación a la que se sabía perteneciente, un padre pero también un hermano, asimismo huérfano y solo, por quien no se experimenta el infantil y necesario impulso filial de la rebelión.
Claudio Magris
Sobre Stirner y Flaubert
Imagen: Gustave Flaubert