Jorge Luís Borges
Para hablar de la literatura del siglo XX, se debe pasar necesariamente por ese tamiz llamado Franz Kafka. Si bien en el romanticismo tardío podemos prefigurar el modernismo ya en figuras de la talla de Rimbaud, Baudelaire, Mallarmé, Sacher Masoch, es justamente en la figura del escritor nacido en Praga que los valores vanguardistas –y aun, tozudamente posmodernos, como gustan llamar los críticos hoy a lo que no entienden− toman forma en la literatura. Si bien Franz Kafka (1883-1924) nació en una familia de tradición judía, sus padres eran heterodoxos en la manera de asumir tal condición en un momento convulso para Europa con crecientes ideologías antisemitas y nacionalismos acendrados. El muchacho de aspecto enjuto y rasgos elegantes, se doctora en derecho e ingresa a trabajar en una compañía de seguros llamada Assicurazioni Generali, que le ofrecerá una próspera carrera como empleado burocrático. De cualquier forma, el anhelo de Kafka será el de convertirse en un escritor. Uno como Cervantes, Flaubert, Dickens o Goethe, un titán.
Jordi Serra I Fabra en un texto llamado Kafka y la Muñeca Viajera cuenta la historia de cómo Kafka en un parque se encuentra a una niña que llora desconsoladamente. Al preguntarle cual es el motivo de su llanto, la niña le dice que ha perdido su muñeca. El escritor la consuela diciéndole que de ninguna manera debe ponerse triste. De hecho su muñeca no se ha perdido, sino que ha emprendido un viaje por el mundo y lo ha encargado a él de comunicárselo a ella. La niña fascinada por la inteligente réplica de Kafka, pregunta al escritor si puede hacerle llegar las cartas de su muñeca; él acepta entregárselas diariamente en el parque. Todos los días Kafka escribe una carta para persuadir a la niña de que su muñeca viaja por todo el mundo como si fuera un personaje de la novela de Verne. Ante la imposibilidad de sostener la mentira y la inexorable verdad de la condición de salud del escritor, su novia lo obliga a dejar de una vez por todas la farsa. Pocos días después, Kafka muere víctima de la tuberculosis. Esta novela deja inmediatamente una moraleja en el lector: la niña que llora desconsolada en el parque, bien puede ser la humanidad, pidiendo nuevas historias de Kafka, para así al menos hallar un bálsamo que la anime a no renunciar a creer en la esperanza.