Franz Kafka y Herman Melville
Hay un texto que prefigura —o así parece— los laberintos insondables de las esferas del poder, sobre lo que luego Kafka escribiría. La clave del misterio de la literatura del genial escritor checo, radica en la imposibilidad de alcanzar el centro mismo del poder. Ya lo citaba magistralmente Benjamin, ese acerado lector, en su célebre texto sobre el escritor. Shuwalkin, un oscuro funcionario de la corte de Catalina II, resulta ser la clave para resolver un delicado problema burocrático. Se ofrece para entrar a los aposentos de Potemkin, comandante del Ejército Imperial, amante y mano derecha de la zarina. ¿La razón? Conseguir la firma para aprobar no sé qué edicto que por una crisis nerviosa, no puede rubricar el omnipotente ministro.
Al entrar al lóbrego ambiente enrarecido de la habitación, Schuwalkin encuentra a Potemkin en estado catatónico. Pone ante aquel hombre poderoso y enajenado, los documentos ofreciéndole tinta; sorprendentemente, el ministro empieza a firmar de puño y letra cada infolio. Satisfecho por su hazaña, Schuwalkin se dirige al corro donde los altos dignatarios lo esperan con el corazón en la mano. Al pie de cada uno de los documentos puede leer, un nombre, repetido maquinalmente por la mano temblorosa: «Schuwalkin...» Éste, nos dice Benjamin, es como un heraldo que anticipa por dos siglos la figura de Kafka
Hay otro personaje literario, que anticipa a Kafka en la historia de la literatura, como en la Biblia el nombre del Mesías lo hace en boca de los profetas del Antiguo Testamento. A mediados del siglo XIX, en plena revolución industrial, con el daguerrotipo, la locomotora, el telégrafo y las máquinas de producción a vapor arrebatando las horas a los obreros ingleses, un escritor entre la luz y la sombra, Herman Melville escribe un texto rabiosamente kafkiano. Su personaje es un funcionario oscuro, tanto, que renuncia a la comodidad de un departamento privado y opta por dormir en el mismo sitio de su trabajo. Pálido, pulcro, solitario. Estos adjetivos radiografían un perturbador carácter, ya tan inquietantemente kafkiano. Bartleby, es un apacible escribiente que un día, ante una solicitud, contesta de manera educada «preferiría no hacerlo». Cuando su jefe, el narrador de la historia le pide que se vaya, el escribiente impone una huelga, negándose a irse de su habitación que es su sitio de trabajo. Finalmente muere en la cárcel por inanición.
Anthony Perkins como Josef K. en El Proceso de Orson Welles (1962)
En el caso de los personajes de Kafka, como los que atormentan a K. en la novela El Proceso, la imposibilidad de acceso al poder se da por medio de la palabra. K. sabrá —en algún futuro hipotético— por qué se le está juzgando; Bartleby por su parte, como buen funcionario, calla las razones que terminarán por acabar con su vida. En todo caso, estamos ante la ontología misma del pensamiento del poder. Los burócratas kafkianos, parecen dirigir los actos de Bartleby en el relato de Melville; en Kafka, todos los personajes parecen sacados del molde del carácter de Bartleby. El escritor checo, nacido en una familia judía, pero marginado de la lengua alemana, en la que paradójicamente escribe la totalidad de su obra, no pudo leer el relato de Melville, por simple desconocimiento de la lengua de origen, además, por la evidente oscuridad del autor. Esta correspondencia, parece un símbolo arcano; un relato que no deja de ser misteriosamente kafkiano. Un vaso comunicante de la burocracia en la historia de la literatura.