GUIÓN James Ashmore Creelman y Ruth Rose (Idea: Edgar Wallace)
MÚSICA Max Steiner
REPARTO Fay Wray, Robert Armstrong, Bruce Cabot, Noble Johnson, James Flavin, Sam Hardy, Frank Reicher
SINOPSIS
Un equipo de cine va a rodar una película a la misteriosa isla de Teschio, al este de Sumatra. Allí los recién llegados descubren la existencia de una civilización prehistórica y de una tribu ancestral que secuestra a la atractiva Ann para ofrecérsela en sacrificio ritual a King, un gigantesco gorila. El animal se enamora de la chica, defendiéndola del ataque de criaturas antediluvianas antes de ser reducido por la expedición. Inmediatamente se decidirá transportar al asombroso simio a Nueva York, para ser exhibido públicamente. El choque de King Kong con un mundo que no es el suyo y el amor que siente por Ann precipitarán trágicamente los acontecimientos.
CRÍTICA
¿Qué se puede decir de King Kong que no se haya dicho ya? Es sin duda una de las películas de ciencia ficción más conocida de todos los tiempos y su criatura, el rey Kong, un icono cultural que sirvió de modelo para otros muchos monstruos gigantes en años venideros, desde “El monstruo de los tiempos remotos” (1953) y “Godzilla” (1954) hasta “Parque Jurásico” (1993).
En realidad, más que al subgénero de “monstruos”, “King Kong” es más precisamente clasificable como de “Mundos Perdidos”, esa fantasía victoriana alimentada por los viajes de los exploradores del siglo XIX y los descubrimientos científicos de la época en el ámbito de la geología y la biología. Hay abundantes ejemplos de obras de este tipo escritas por algunos de los más destacados autores del género: Julio Verne, Arthur Conan Doyle, H. Rider Haggard, Abraham Merritt, James Hilton o Edgar Rice Burroughs, por nombrar solo unos cuantos.
Sin embargo, el interés de los espectadores por lo exótico pervivió en el cine durante más tiempo que en la literatura popular, no tanto en la forma de películas de ficción como en la de documentales. Tanto entonces como hoy a la gente del medio urbano le fascinaba contemplar escenas de culturas y geografías completamente diferentes, algo que descubrió Robert J. Flaherty cuando en 1922 estrenó con gran éxito “Nanuk el Esquimal“.
Era una modalidad cinematográfica compleja y peligrosa, especialmente en una época en la que los medios de transporte no eran ni de lejos tan rápidos y cómodos como hoy, la gente de países remotos no estaba acostumbrada a los extranjeros, las infraestructuras de todo tipo eran básicas en el mejor de los casos y el equipo técnico era todavía muy primitivo. Pero los estudios descubrieron que no sólo el público respondía fenomenalmente bien a estos documentales sin costosas y conflictivas estrellas, sino que muchas de sus escenas de vida animal o paisajes podían reciclarse en otras películas rodadas en estudio.
Y si de evasión se trataba, el subgénero de Mundos Perdidos era ideal. En ellos se ofrecían mundos en los que el dinero era irrelevante y la vida quedaba reducida a términos mucho más sencillos y primarios en virtud de los cuales un hombre se medía por su fuerza y su valor. A menudo, en esos remotos territorios se escondían utopías que contrastaban poderosamente con la realidad cotidiana de quienes acudían a las salas de cine. De ello precisamente se beneficiaron las películas de “Tarzán“, que a partir de 1932 disfrutaron de una popularidad inmensa.
Y así, el documental sobre los gorilas africanos de Cooper y Schoedsack acabó reconvertido en una película de ficción de Mundos Perdidos titulada “King Kong” y producida por el legendario David O. Selznick, entonces presidente de RKO Radio Pictures. Éste no se arrogó mérito alguno, declarando que su única contribución fue fusionar las ideas de Cooper y Schoedsack con los efectos especiales diseñados por Willis O´Brien.
La historia no es nada sofisticada. Carl Denham (Robert Armstrong), un exitoso y controvertido director de películas especializado en localizaciones exóticas -en realidad un alter ego de los propios Cooper y Schoedsack-, alquila un barco, contrata en el último momento a una bella chica, Ann Darrow (Fay Wray), como protagonista principal y zarpa con destino a una remota isla que no figura en las cartas marinas y de la que oyó hablar en Singapur. Al atracar en su costa, Ann es secuestrada por los nativos y ofrecida como sacrificio a Kong, un enorme simio al que temen como si se tratara de un Dios. La gigantesca bestia se enamora de Ann y en lugar de devorarla la secuestra, internándose en la jungla poblada por bestias prehistóricas.
“King Kong” es una película de ritmo rápido, intenso dramatismo y una premisa atractiva. Como los trabajos anteriores de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsak, el film se recrea en el primitivismo de las culturas que viven próximas a la Naturaleza. En la Isla de la Calavera, que parece estar justo en los límites del mundo, Kong es el rey de la jungla y la película emplea mucho metraje en mostrar su primitiva majestad. La tesis subyacente es que la civilización corrompe la grandeza de la bestia. Ello queda perfectamente simbolizado al final la película, cuando Kong es trágicamente abatido por los biplanos desde la cúspide del Empire State. La aviación y el propio edificio -recién terminado y por entonces el más alto de la ciudad- son los representantes más avanzados de la civilización humana, símbolos de su progreso. Kong nada puede hacer contra ellos.
(Por cierto, hubo otras escenas suprimidas, éstas relacionadas con la violencia: cuando durante el estreno el público vio cómo los hombres caían al abismo para ser devorados por unas arañas gigantes, o primeros planos de gente aplastada por los saurios, hubo quienes se levantaban de sus asientos y salían de la sala incapaces de soportarlo. Otras versiones proyectadas cortaron también primeros planos de gente aplastada por las mandíbulas de Kong).
En mi opinión, toda la historia, más que metáforas sexuales, despliega cierta aura onírica que lo aproxima a cuentos de fantasía como “La Bella y la Bestia“. Ninguna otra película “de monstruos” ha conseguido plasmar con tanta eficacia la relación entre el monstruo feroz pero de gran corazón y la inocente heroína. De hecho, pocas se han molestado en dotar de una personalidad a la criatura en cuestión, limitándose a presentarlo como una bestia de instinto tan primitivo como agresivo. Los ejemplos van desde “Alien” a “Species” pasando por “Godzilla“.
La guionista Ruth Brown imaginó, en cambio, no un agente de destrucción y muerte, sino un animal que, a su manera, quiere hacer lo correcto: Kong se preocupa por su prisionera humana, la protege, ataca sólo cuando le provocan y, si le dejaran en paz, sería totalmente feliz en su isla perdida. Es sólo la avaricia del empresario del mundo del espectáculo la responsable de despertar su furia. Por eso, cuando Kong se desploma hacia la muerte desde la cima del Empire State, no tenemos ninguna sensación de triunfo sino que nos preguntamos quién es el verdadero monstruo aquí, Kong o Carl Denham.
Otros efectos hubo que improvisarlos sobre la marcha. Por nombrar solo un ejemplo, algunas escenas hubieron de rodarse en vivo y luego proyectarlas sobre una pantalla diminuta que, por comparación, hiciese parecer gigante a la figura de Kong. Buscando la superficie de proyección adecuada, los especialistas se decidieron por una hecha a base de condones (ante la consternación del farmacéutico local, incapaz de imaginar para qué necesitaban un pedido tan numeroso).
El nivel de detalle es extraordinario, como esos pequeños gestos de Kong, meneando su cabeza y frotando sus ojos cuando aspira el gas somnífero; o los estertores de la cola del estegosaurio moribundo. La furibunda batalla de varios minutos entre Kong y el tiranosaurio es, todavía hoy, una de las mejores escenas de animación stop-motion que jamás se hayan rodado. Cuando el tiranosaurio se rasca su cabeza como si fuera un perrito, nos parece real, no una simple maqueta. La escena en la que Kong mata al dinosaurio rompiéndole las mandíbulas, transmite un realismo brutal. Fue Willis quien supo imbuir en sus modelos la personalidad que Ruth Brown había imaginado sobre el papel.
El resultado fue un espectáculo visual continuo que comienza tras media hora de plúmbeos diálogos y que, tras la aparición de Kong, ya no se detiene hasta el final. En esta época de efectos digitales indistinguibles de la realidad, el stop-motion de “King Kong” nos puede parecer inocente, simplón y primitivo, pero no deberíamos olvidar que fue el antecesor directo de las espectaculares películas que hoy nos bombardean con sus sofisticadas imágenes. Sin King Kong no habría habido Alien o Parque Jurásico.
El film es también notable por otros aspectos. Hasta su estreno, casi todas las películas de CF se basaban en libros previamente publicados. “King Kong” demostró que se podían hacer películas de género -y además con éxito- sin necesidad de recurrir a obras literarias. Además, fue la película que prácticamente inventó el diseño de sonido. La banda sonora de Max Steiner mostró cómo utilizar la música original para resaltar momentos concretos. El guión, directo y claro, enseñó como insertar una fantasía desbocada en el mundo real y cotidiano.
Como mucha iconografía religiosa, hay imágenes de la historia del cine -pocas, imprevisibles y caprichosas- que por alguna razón siguen conservando su vigencia muchos años después de que fueran capturadas por una cámara. Todo el mundo en nuestra cultura está familiarizado con ellas aunque jamás hayan visto las películas originales de las que proceden. La figura de Charlot, la cabeza de Boris Karloff como Frankenstein, el rostro de Alex en “La Naranja Mecánica”, el casco de Darth Vader… y la silueta de King Kong en lo alto del Empire State.
La medida de su impacto en la cultura popular pueden darla la larga serie de sus imágenes que han quedado para la posteridad: desde la isla perdida poblada por nativos agresivos a la chica en la palma de la mano de Kong, o el mono encadenado en un escenario, deslumbrado por los flashes de las cámaras; y, sobre todo, encaramado a la aguja del Empire State enfrentándose a los aviones que le ametrallan. Todos estos momentos inolvidables hicieron que “King Kong” se convirtiera no sólo en símbolo del cine de aventuras y monstruos -e incluso de la ciudad de Nueva York-, sino que pasara a formar parte de la cultura popular occidental durante los últimos ochenta años.
Antes de que terminara 1933, los principales responsables del éxito de la película (los directores, el compositor Max Steiner, la guionista Ruth Rose, el técnico Willis O´Brien y los actores Robert Armstrong y Frank Reicher) se embarcaron en el rodaje de una prescindible secuela, “El hijo de Kong“. En la década de los sesenta, los estudios japoneses Toho recuperaron a Kong para enfrentarlo a su dinosaurio fetiche en “King Kong contra Godzilla” (1962) y luego lo convirtieron en protagonista exclusivo en “King Kong Escapa” (1967).
¿Quién se acuerda hoy de los actores? ¿Se pregunta hoy alguien por qué estúpida razón los nativos construyeron un muro con una puerta tan grande que Kong podía traspasarla sin problemas? ¿O la razón por la que el mono aparece con una altura diferente en cada parte de la película (seis metros en la isla, diez en el teatro y diecisiete en el Empire State?
No, porque no importa. Con sus efectos visuales superados y sus interpretaciones insulsas, “King Kong” tiene algo primitivo y muy básico que sigue asombrando y haciendo soñar, asegurando su supervivencia a los cambios en los estilos, las técnicas y los gustos. Se han ofrecido todo tipo de teorías y metáforas para ello, desde la experiencia inmigrante de Norteamérica al simbolismo de Naturaleza versus Civilización, de Freud a Jung (la torre del Empire State ha hecho desbarrar a más de uno)… Estoy seguro de que a aquellos que intervinieron en su realización todas estas elucubraciones les sorprendían tanto como les divertían. Después de todo, Cooper declararía: “Kong jamás pretendió ser nada más que la mejor película de aventuras jamás filmada. Lo consiguió. Y eso es todo”.
Artículo original de Un universo de ciencia ficción