Kingdom of Amalur: Reckoning – Loom of fate

Por Laocoont

Shigeru Miyamoto era juguetero. De hecho Nintendo – amada y odiada a pares – era una empresa que se dedicaba al mundo del juguete cuando el señor Miyamoto fue contratado por el amigo de su padre Hiroshi Yamauchi. La vida cambia en poco tiempo, de hecho aquella empresa de juguetes es hoy en día la única superviviente de una generación remota de videojuegos. Y ahora Miyamoto es historia viva del mundo del ocio digital, siendo además parte importante de las decisiones que en la empresa nipona se toman.

Vidas que cambian, personajes que casi sin querer decidieron apostar por una pasión. Cambiar el rumbo de sus vidas – algunas con mayor o menor sentido – para realizar aquello que les apasionaba. Y es esta pasión por los videojuegos la que nos lleva a Curtis Montague “Curt” Schilling. O mejor, nos lleva a Boston y por reducción, a los Boston Red Sox. Un equipo de baseball, sí, una maravillosa historia de un lanzamiento bañado de sangre. Del espíritu de lucha, de pasión por un deporte, del compromiso y del extraño designio del destino de haber nacido para ser especial.

De los Red Sox a los 38 Studios, del último lanzamiento – recién operado – de una pelota a dirigir una empresa que desarrolla videojuegos. De una pasión a otra pasión, del deporte a culminar la loca y extraña idea de crear un videojuego de rol. Así nace Kingdom of Amalur: Reckoning. Así nace la poderosa obra escrita por R. A. Salvatore que prentende acercar el mundo de Amalur al placer del “mamporro gratuito” y de las largas horas de rol, misiones y conversaciones de dudosa importancia.

Bigger is better?

“Curt” Schilling definió la obra de Kingdom of Amalur: Reckoning como el matrimonio perfecto entre God of War (SCE Studios Santa Monica, 2005) y The Elder Scrolls IV: Oblivion (Bethesda Game Studios, 2006). Y con tal comparación el título sale perdiendo ya que no llega al concepto jugable de ninguno de los dos. Y es que la grandeza que subyace dentro de las entrañas de un concepto tan complejo como el creado en Amalur puede asustar a cualquiera que no haya jugado a cualquier tipo de la Saga The Elder Scrolls. La creación de un híbrido imperfecto, la fusión de dos estilos que casan a la perfección y largas horas de descubrimiento dejado al libre albedrío del jugador.

Kingdom of Amalur: Reckoning se enfrenta a la difultad de superar la barrera de lo desconocido. Al igual que el nacimiento de toda saga que se precie necesita de referentes, de algo que le sitúe. Mass Effect (Bioware, 2007) irremediablemente bebe de muchas otras operas espaciales ya creadas como StarWars o BattleStar Galactica. Así como Halo (Bungie,2001) necesitó de un primer título para asentar las bases de lo que hoy en día es, una saga de culto. Saga que al igual que Mass Effect ha traspasado el mundo del ocio digital para ofrecer a su gran público productos en otros formatos como son el cinematográfico y el literario.

The Lord of the Rings (J.R.R. Tolkien, 1954) tomó en su día el camino contrario, de libro a película animada – de la mano de Ralph Bakshi en 1978 – y de esta última a la gran pantalla para dar el salto definitivo al mundo del videojuego – o intento – con Lord of the Rings: Game One o también conocido como The Fellowship of The Ring (Beam Software, 1985) aunque unos años atrás ya indagan en la cultura Tolkien con The Hobbit (Beam Software, 1982). Un camino tumultuoso, ya que el desconocimiento sobre el reino de Amalur y la irreductible sensación de vivir en una facción de la ya familiar Tierra Media hace que las diferentes razas (un total de cuatro en el juego) sean cortas, excasas y poco creativas.

Y es por esa grandeza que muestra esa Tierra Media llamada Amalur que el título atrapa, emborracha y marea a partes iguales. Una sensación que sufre altibajos, como en las extensas descripciones de los paisajes del maestro Tolkien. Donde los adjetivos enmascaran el auténtico significado pero que sin ellos uno se queda desnudo a aquello tan particular llamado imaginación. Kingdom of Amalur: Reckoning es entonces eso, un videojuego lleno de adjetivos, lleno de calificativos – algunos sobrantes – pero que sin ellos quedaría desnudo. Algo que rompe parcialmente con el concepto de “bigger is better” – mal traducido al cuanto más grande mejor – que tanto está de moda en nuestra sociedad.

Sweet Replay

El género de hack’n slash se basa en el simple concepto de ir acompasando rítmicamente botones con el único objetivo de acabar con la vida del enemigo. Una vida por el contrario, representada con una “estúpida” barra de color rojo puesta a modo de paraguas. Un elemento reconocible en otros del género, una pasión por sacar a pasear esas ganas de llenar de carmín el acero de nuestra arma, sea ésta cual sea. Y cuando todo empieza a aburrir, algo en nuestro interior se activa tras ver otro juguete, más grande, más bonito y seguramente más efectivo. O debido a esa calurosa misión que nos invita a curar a una desconocida teniendo que cruzar medio mapa para conseguir la milagrosa hierba, brebaje o galleta mágica de turno.

Repetición, esa es una buena forma de definirse, algo que suceden con soberana naturalidad dentro de Amalur. Desde nuestra difícil tarea de emular a Paperboy (Atari Games, 1984) aquella que consiste en ir de punto A a punto B y luego volver a C para acabar llegando a D de forma secuencial y con el único sentido de realizar la entrega. Hasta aquella que nos conduce pasearnos por el extenso paisaje en busca de un enemigo en particular. Paisajes llenos de la magia y el colorido de títulos como Fable II (Lionhead Studios, 2008) del cual irremediablemente uno no puede dejar de pensar tras las primeras horas.

Sin embargo, el título muestra una curva de jugabilidad un tanto extraña, con picos álgidos combinado con momentos de cotas tan bajas que parece que estemos sumergidos en los más profundos océanos. Y todo por la historia que se pretende contar, larga, densa y desconocida para el jugador. Elemento que finalmente se reduce en iniciar un camino hacia el autismo, hablar lo justo, relacionarse de forma escasa e ir sólo de aquí para allá sin sentido alguno para ir completando encargos variopintos. Y es que por mucho que se insista a veces alargar las cosas no es del todo beneficioso, todo debe tener la medida justa, el tiempo necesario y el reposo merecido.

Matar por matar, sin saber muy bien el porqué. Bueno sí por el instinto de supervivencia que llevamos incrustado en los genes desde nuestro nacimiento. Y por supuesto, por la soberana estupidez que significaría el dejarse aporrear hasta la muerte sin hacer nada al respecto. Y así es como un ser renacido nos plantamos en mitad de un conflicto, una guerra – como en la Tierra Media – en la cual nuestro avatar está destinado a cambiar el destino del hombre.

To bring back to life

En el párrafo 2 del Nuevo Testamento de ese best-seller llamado La Biblia, está escrito un trozo de texto que dice así: “Y al tercer día resucitó de entre los muertos…”. Una referencia que describe a la perfección todo aquello que sucede en los primeros compases del juego, donde se nos enseña cómo nuestro enemigo nos vence, cómo somos aglutinados en una fosa común de caídos y extraídos de ahí para ser devueltos de forma accidental a la vida. Y es así como pasamos de trozo de carne inerte a llevar al elegido, al ser que conducirá a la humanidad hacia el nuevo despertar.

Bien he vuelto a la vida, ¿y ahora qué? No tenemos futuro, de hecho somos libres al no tenerlo. Nadie puede leer nuestro destino, éste no puede influir en nosotros y por lo tanto somos únicos. Un ser extraño, aquel que las profecías denominan cómo el elegido. Y como tantas veces el avatar del jugador elegirá – valga la redundancia – entre ser héroe o villano, aunque ésta elección se antoje bastante difusa y se resuma en escoger o desobedecer algunas órdenes. Algo ya visto, e implementado de forma eficaz en el ya mencionado Fable, aunque de alguna forma se antoja limitado en ciertos aspectos comparado con el mismo.

Y es que la irremediable comparación con la obra de Peter Moulineux se alarga durante las primeras horas. Por la forma de presentar el mundo, por la disposición de la cámara – detrás del avatar – siendo en tercera persona, por el como se muestra el acceso a las magias y sobre todo por esa forma de encarar el combate. Destellos de luz que por momentos trasladan al jugador a la Albion y lo alejan por lo tanto del reino de Amalur.

Un héroe con sus limitaciones, todos tienen la suya, y este no es otra que la de no poder llevar consigo todo lo que éste desea. Un elemento que en The Elder Scrolls V: Skyrim (Bethesda Games Studios, 2011) se soluciona bajo la comprensible penalización de hacer al avatar más lento. Algo que, por el contrario, se hecha de menos al tener demasiados elementos que cuentan como carga y que ocupan el mismo espacio. Ya que resulta incomprensible cómo una gema el tamaño de una piedra puede ocupar lo mismo que un escudo que cubre medio cuerpo.

Esa imagen idílica del «status» del héroe se desvirtúa a medida que van apareciendo videojuegos que se empeñan en demostrar que la vida de este tipo de personajes en la Edad Media estaba plagada de tareas a realizar. Ser herrero, alquimista, vendedor, ladrón, cerrajero y encima aquel que es señalado por “algún” tipo de divinidad hace que a veces la opción de dormir se descarte por tendencia natural. Sí, existe. Sí, es de poca o ninguna utilidad, pero se agradece su inclusión. Y como Lázaro, tras un reconstituyente sueño, nuestro héroe se levanta con energías renovadas para seguir completando las tareas que todo el Reino tiene guardadas para nosotros.

360 degrees

La definición de “plano” según la Real Academia Española (RAE) se trata de un adjetivo que denota algo llano, liso y sin relieves. Un camino que no lleva a ningún lugar, un recorrido que como la definición se entiende plano, intrascendente y sin relieve. Y pese a ello consigue atrapar al jugador en un halo extraño entre el querer saber más y la satisfacción de aplastar contra el suelo todo aquello que se postra delante del héroe. Sin motivación aparente, con una historia por conocer, uno tiene la sensación de no moverse del punto de partida.

De la nada al todo, del acto homogéneo del nudismo forzado del nacer – tabla rasa para todos – a los majestuosos elementos ornamentales. El ruido del armadura con el replicar de las armas – dulce variedad – algo que destaca muy por encima del conjunto. Y mientras se avanza hacía ningún lugar, extrañas criaturas aparecen para dejar escrito en sangre – con su sangre – algún párrafo de la historia que se acaba de empezar. Un héroe, mil enemigos, un Reino por descubrir y horas por delante donde la línea recta no siempre se antoja como el camino más corto entre dos puntos.

Algo que se disipa tras la conclusión, una pendiente ascendente que tras escalar deja ver el esplendoroso paisaje. Horas invertidas en realizar todo aquello que se nos pide, como niños buenos – siempre buenos – que no titubean ante la complicada tarea de ser el estandarte de todo un reino. Un giro de 360 grados que nos conduce al mismo lugar y con la sensación de que nada ha cambiado, el Groundhog day (Harold Ramis, 1993) – Atrapado en el tiempo en español – hecho videojuego. Un sabor agridulce que desaparece por momentos tras asestar los primeros cien o dos cientos golpes de esa nueva arma que se acaba de recoger.