Con este libro vuelvo a recordar porque empecé a buscar y leer literatura japonesa: sí, por esos que parecen quedarse maravillosamente pasmados mirando el tono de las hojas del otoño o las tonalidades de la nieve. Algo imprescindible en este tiempo y especialmente desde la verde Galicia, donde mayoritariamente sus habitantes sólo ven de un bosque un almacén de tantos metros cúbicos de madera.
Kinshu utiliza como recurso algo muy común en literatura: un intercambio de cartas, en este caso entre dos divorciados, Yasuaki y Aki, que tras diez años se encuentran fortuitamente en una visita al monte Zao. Comienza así un cruce de largas cartas en las que ambos tratan de limpiar las brumas del pasado para entender lo que pasó y lo que los ha llevado a su infeliz existencia actual.
Un libro magnífico, tanto por la historia, que se va desgranando carta a carta, con esa ineluctable fatalidad de la historia y su evidente carga de tristeza; como y sobre todo por la belleza de la escritura y las imágenes que evoca. Si han leído a Kawabata saben de qué les hablo.
"Después de pasar casi dos horas sentados en la roca, decidimos volver al hostal. Cogimos el ascensor que bajaba al estanque de Dokko y de nuevo llegamos al embarcadero de las góndolas. Esta vez solo íbamos los dos a bordo, de modo que me quedé contemplando de nuevo las hojas de los árboles, cuyo colorido otoñal había alcanzado todo su esplendor. la montaña no estaba enteramente cubierta de follaje carmesí; a los lados de la góndola se veían manchas de un rojo subido salpicadas del verde de los árboles de hoja perenne, otros de color pardo y unos parecidos a ginkgos de hojas doradas. Estos otros colores hacían que las hojas resaltaran aún más, como si estuvieran ardiendo..."