Kjollefjord, el pueblo cuya mirada se pierde en el mar

Por Zogoibi @pabloacalvino

Kjollefjord mirando a poniente

A menudo calificado como el crucero más bonito del mundo, Hurtigruten es una línea de pasaje que, con periodicidad diaria, enlaza durante todo el año nada menos que treinta y cuatro puertos a lo largo del extenso litoral noruego desde Bergen hasta Kirkeness, cruzando bellos fiordos y pasando por asombrosos canales. La línea cuenta con diez o doce barcos lujosamente equipados: spa, piscinas, canchas, discotecas, tiendas, casino y cuanto se le pueda a uno ocurrir; es decir, la turistada. Pero una turistada que, a base de constancia, presencia y frecuencia, ha llegado a formar parte del panorama de este país casi tanto como sus famosas costas; y es que es prácticamente imposible, en una ruta por Noruega, no encontrarse con algún barco de la Hurtigruten aquí o allá.

Esta línea, que comenzó en el s. XIX como un servicio subvencionado para los pueblos costeros más incomunicados o inaccesibles, fue perdiendo tal utilidad (y, con ella, las ayudas estatales) a medida que las comunicaciones por tierra o aire mejoraron; y si ha persistido hasta la actualidad es porque la empresa ha sabido adaptarse a los cambios, dándole ahora al negocio un enfoque netamente turístico (aunque sigue prestando un valioso servicio de transporte). Como los pasajes son bastante caros, la mayor parte de los turistas no hacen el recorrido completo, que dura once días, sino viajes parciales para cubrir alguna etapa concreta de sus vacaciones, matando dos pájaros de un tiro: por una parte, disfrutan de un breve crucero, y por otra se ahorran una larga jornada de conducción, pues algunos tramos que salva el barco en pocas horas requerirían el doble o el triple yendo por las inacabables carreteras, llenas de curvas, de este escarpado litoral.

Mi primer encuentro con una motonave de la Hurtigruten tiene lugar justo al término de mi tercera jornada en Noruega, horas después de haber visitado el faro de Slettnes: el lugar se llama Kjollefjord, uno de los rincones más bonitos, apacibles e inspiradores de todo mi viaje. De hecho, el día de hoy cuenta entre los mejores, con diferencia, desde que me subí a la moto en Madrid hace ya dos meses y medio.

Saliendo de Ifjord por la mañana he llegado primero a Gamvik y faro Slettnes, que ya quedan descrito en el capítulo anterior; pero, al igual que hace dos días en Vadso, de Slettnes sólo se puede salir por la misma carretera por donde se entró, así que, una vez visitado, o se tira uno al mar, o se queda uno a vivir allí, o hay que volver grupas y regresar por el mismo camino, que es lo que hago yo.

Cuando, ya de vuelta, voy llegando de nuevo a Mehamn, me acuerdo de que apenas he comido nada en toda la mañana, así que me acerco hasta el Arctic Hotel y, dejando a Rosaura junto a la puerta, subo a su luminoso comedor, donde ocupo una mesa junto a la ventana, mirando hacia el puerto. Mientras me preparan un plato combinado pido una refrescante cerveza de nombre muy apropiado: Arctic. Hace una tarde espléndida, y desde donde estoy puedo ver, al otro lado de la calle, la soleada y atractiva terraza del café Panorama; pero no me da envidia porque este es un día engañoso y, aunque brille el sol, hace fresco. Se está mucho mejor aquí dentro, calentado por la luz que se cuela a raudales por la ventana.

Tomando una Arctic en el Arctic Hotel

Diez quilómetros al sur de Mehamn, en mitad del páramo, se desvía al oeste la carretera que lleva hasta Kjollefjord, lugar desde el que –adivino– voy a tener una excelente puesta de sol porque está al fondo de un fiordo orientado al noroeste; y en cualquier caso, con adivinanzas o sin ellas, es el pueblo que he elegido como destino para hoy. Y cuando voy a mitad de camino desde el cruce, donde la carretera reencuentra la costa, me recompensa la suerte con una serie de soberbios paisajes, de ésos que Noruega prodiga con generosidad sin límite.

A mitad de camino entre Mehamn y Kjolle

¡Qué impresionante es este país! Me habían hablado bien de él, había leído buenas críticas, su fama no tiene tacha y todo el que lo ha visto, sin excepción, elogia sus fiordos y recomienda la visita; pero, aún así, nunca me habría imaginado que fuese tan ubérrimo en paisajes, tan variado y fecundo, espectacular y asombroso.

Espléndida vista entre Mehamn y Kjolle

Y además, para mayor disfrute de moteros, sus carreteras son cualquier cosa menos aburridas. Cierto es que muchas de ellas tienen el pavimento desigual y rememdado, pero en general se dejan conducir bien y, con tantas curvas como hace su trazado, dan un buen margen para la diversión.

Y es tras una de esas curvas cuando, sin esperárselo uno, aparece ante mi vista la boca del fiordo Kjolle.

La boca del fiordo Kjolle

Es muy curiosa, por cierto, la estructura geológica en esta parte de la península de Nordkinn. Yo poco entiendo, pero estoy seguro de que ver estos estratos con tanta nitidez, y bien de cerca, haría las delicias de un geólogo.

Estructura geológica en el norte de Nordkinn

Situado, como he dicho, al extremo del fiordo e iluminado por un sol que jamás se eleva más de 40º sobre el horizonte, Kjollefjord aparece como un pueblo encantador reflejado mansamente en las aguas del mar de Barents.

Kjollefjord reflejado en las aguas de Barents

Y es a la par que llego cuando el Hurtigruten, de cuya existencia nada sabía yo hasta ahora, está entrando en el puerto, así que me acerco con la moto al muelle para ver la maniobra de amarre y curiosear. Hay mucha gente sobre la explanada, quién esperando la llegada de alguno, quién aguardando para embarcar, a pie o con sus coches, camioneros en sus cabinas listos para subir en cuanto bajen la rampa de la bodega; y, por supuesto, algunos curiosos ociosos como yo.

Según estoy allí de mirón llega un motero en una GS con matrícula alemana y se para a mi lado. Se quita el casco, se saca los tapones de los oídos y me saluda. Cruzamos entonces las típicas palabras de cortesía entre moteros, mientras el barco abre sus escotillas, baja sus rampas, tiende sus escalas y comienza el movimiento. Este alemán es uno de los que van a embarcar, y siento el repentino impulso de comprar un billete y largarme en el barco cualquiera que sea su próximo destino. Pero enseguida descarto la idea. Mi viaje va bien como va, y Kjollefjord me da buena impresión: no quiero dejar de pasar aquí al menos una noche. Así que, como aún tengo que buscar alojamiento, vuelvo grupas y continúo por la carretera hasta el “centro”.

En el mejor lugar del pueblo, junto a una verde explanada donde hace siglos hubo una pequeña iglesia, en el mismísimo pico del fiordo y con las vistas más impresionantes del atardecer, se encuentra la baja edificación del hotel Nordkyn, que enseguida me cautiva. Salvo que tenga un precio prohibitivo, una habitación con esa vista bien ha de valer la pena, así que no me lo pienso dos veces. Atienden la recepción unos jovencitos entusiastas aunque con poca experiencia. La habitación me resulta un poco cara, pero puedo pagarla; y una vez que la he ocupado me doy cuenta de que no han vaciado la basura dejada por el inquilino anterior. ¿Habrán cambiado siquiera las sábanas? Al hacérselo notar en recepción, los chavales se apresuran a ofrecer disculpas y, con gran amabilidad y buen hacer, me cambian a una habitación mejor, respetándome el precio de la otra.

(Por cierto: aún no he utilizado ni una sola corona del dinero que saqué el primer día en Noruega. Y es que en los países nórdicos casi no hay metálico en circulación, pues en todas partes se paga con tarjeta, cualquier importe por pequeño que sea; incluso me tiene ocurrido llegar a una gasolinera donde ni siquiera aceptaban metálico. Supongo que, o bien las entidades bancarias no les cargan a los comerciantes las mismas abusivas comisiones que en el resto de Europa por pago electrónico, o bien aquéllos no las repercuten directamente al consumidor final. Incluso no descarto que sea el Estado quien asuma esos gastos, seguramente menores que los de emitir papel moneda.)

Ya instalado en el hotel, lo primero que hago sentarme en la despejada terraza y, mientras el sol aún calienta un poquito, tomarme una cerveza aderezada con unos frutos secos. A mi izquierda se alinean en dos o tres filas, como en un bajo y alargado graderío, todas las casas del pueblo; y las ventanas, que son sus ojos, miran hacia el cálido sol poniente cual si de allí hubiesen de venir las esperanzas y los sueños, o como si hacia allí hubiera de marcharse, un día aún lejano, hasta el último de sus habitantes.

Kjollefjord soñando hacia poniente

Hay, por cierto, frente a la terraza, al otro lado de la calle, una elocuente escultura que parece simbolizar exactamente eso mismo: sobre el césped de un antiguo camposanto, junto a las ruinas que fueron cimiento de una desaparecida iglesia, una mujer que abraza a su hija hace visera con la otra mano mirando hacia la boca del fiordo, como quien aguarda, o quizás como quien despide.

Simbolismo de la mirada hacia poniente y la boca del fiordo

Y en ese mismo camposanto –que acaso no lo fue– no hay sino una solitaria lápida de bronce, poniendo con el carmesí de su herrumbre la precisa nota melancólica al contenido recinto. Siempre me entristece leer las inscripciones de las lápidas porque no puedo evitar que la imaginación me transporte al pasado y me sitúe, con proximidad y empatía que no puedo expresar, junto a la vida del fallecido, como si lo hubiese conocido y tratado… o como si hubiera sido yo mismo. En el fondo, ¿acaso no es así?: todos los hombres somos uno ante el drama de la muerte.

Aquí descansa el polvo de Martha Margrethe Lund. Nació el 12 de mayo de 1812 y murió el 12 de septiembre de 1856

Al acabar la cerveza, me doy una larga caminata para cubrir mi cuota de ejercicio diario, y también en son de safari paisajístico. Kjollefjord resulta ser un lugar extraordinariamente fotogénico. Entretanto, el barco de la Hurtigruten ha finalizado su breve escala y, tras una rápida maniobra de desatraque, se aleja ya hacia la boca del fiordo en busca del mar abierto…

Hurtigruten saliendo de Kjollefjord

A la luz del atardecer –un atardecer que se prolongará hasta la madrugada– el muelle donde ha estado amarrado el ferry queda desierto y en calma, con su roja hilera de gruesos neumáticos mirando a poniente como boquitas admiradas.

Muelle de Kjollefjord al atardecer

Una hora más tarde, ya de regreso en el hotel, el dilatado espectáculo de la puesta de sol aún no ha tocado a su fin. De hecho, enlazará con el alba tras los bajos montes de la península Nordkinn sin haber en realidad concluido; y así el sol, haciendo círculos sobre el horizonte –unas veces más alto, otras más bajo– juega al corro de la patata con los habitantes de esta región durante el largúisimo día estival de los setentaiún grados norte.

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