Koundara es un libro formado por siete relatos, relativamente largos (algunas sobrepasan las 30 páginas). El que da título al libro es el primero y transcurre en Guinea Conakry (Koundara es una ciudad de este país). Me gustó escribirlo porque pude situarlo en un lugar en el que nunca he estado (aunque procuré documentarme bien) y además creé para él una voz narrativa femenina (era la primera vez que lo hacía).
Dejó aquí el comienzo del primer relato del libro:
KOUNDARA El olor es lo primero en África; un olor carnal, igual que una gasa invisible sobre el cuerpo. Nada más bajar del avión, una presencia de cuero y sudor rancio. Nos han contado que la temperatura baja bastante por la noche, pero hace calor. Un negro con un color de piel especialmente oscuro sostiene un cartón blanco; en él, de forma aproximada, está escrito mi nombre. Es el enviado del hotel al que debemos dirigirnos. En la calle nos asaltan los mosquitos. Dakar, hemos leído, es una ciudad plagada de mosquitos, incluso en marzo, durante la estación seca. Seguimos respirando el fuerte olor, mezclado ahora con el polvo que levantan los vehículos desvencijados que atraviesan una carretera sin asfaltar, entre edificios bajos y mal iluminados. El negro nos abre el maletero y las puertas de un coche, en cuyos costados está escrito el nombre del hotel. Nos conduce hacia allí. Intento practicar con él mi francés, pero me contesta con monosílabos. Mira con seriedad la carretera que los focos del coche destapan ante nosotros. El hotel es un edificio bajo con una fachada pintada en tonos muy vivos. Dentro: cortinas de colores cálidos y una recepcionista con un llamativo traje local y un pañuelo a juego en la cabeza. A pesar de haber reservado —y pagado— las habitaciones dos semanas antes, no nos va a dar tiempo a dormir. El vuelo desde Madrid ha salido a la hora, pero hemos sufrido un retraso en la escala de Casablanca. Descansamos media hora bebiendo refrescos embotellados y el hombre que nos ha recogido en el aeropuerto nos acompaña otra vez hasta el coche. Nos dirigimos a una parada de taxis. Queremos tomar uno que nos lleve a Tambacounda, una ciudad en el interior de Senegal. Allí hemos quedado, a la mañana siguiente, con un sacerdote cristiano que va a alojarnos en su parroquia por una noche. El hombre del hotel, igual que antes, casi no articula palabra y se adentra en una ciudad cada vez peor iluminada. La carretera acaba desembocando en lo que parece un cementerio de coches: carrocerías dañadas por la intemperie, herrumbrosas, en montones. Restos de metal, plástico y caucho, de los que empiezan a emerger un grupo de negros vigorosos. Los faros de nuestro coche los han puesto en movimiento. Se alteran ostensiblemente cuando nuestro chófer aminora la velocidad y descubren el nombre del hotel en los costados del coche y a blancos en su interior. Rodean nuestro vehículo, posan sus manos sobre él. Puedo sentir el golpear de sus dedos sobre el techo. Nos gritan, no sonríen. Ayer por la noche, me descubro recordando con una fuerte sensación de irrealidad, estuve en un bar cercano a la estación de Atocha con Maica, una de mis amigas del colegio. Quería que le contase lo de África y lo de Tomás antes de que saliese de viaje. Gracias a la intermediación del hombre del hotel más que a mi francés, logramos cerrar un precio con un negro de dos metros que, al igual que sus compañeros taxistas, no ha sonreído en ningún momento. Se ha limitado a regatear con tozudez, alzando la voz. A mí no me ha mirado, se ha dirigido en exclusiva al hombre del hotel. El negro de dos metros nos hace un gesto perentorio con el brazo. Con rapidez nos colocamos las mochilas y le seguimos. Nos quedamos atrás y él no nos espera. Se planta ante un vehículo descolorido y abollado, de ocho plazas. Depositamos las mochilas en el maletero y entramos. En el interior están ya acomodados dos hombres. Jaime les saluda, usando una de las pocas expresiones que sabe del francés y ellos no le miran ni le devuelven el saludo. De nuevo un punzante olor a sudor rancio, ése será nuestro compañero de viaje. Cristina y yo no decimos nada. A pesar de todo, consigo quedarme dormida. En ocasiones las sacudidas me despiertan, miro por las ventanillas y, o no distingo nada, o distingo luces aisladas en la noche. Al despertarme siempre sé dónde estoy; mi sueño no es profundo. Y trato con obstinación de volver a arrebujarme sobre un jersey doblado. Cuando amanece me despierto por completo. El calor es intenso. La carretera atraviesa un páramo semidesierto. En la lejanía hay grupos de arbustos. En ocasiones nos cruzamos con tiendas en el camino, construcciones de adobe y lata, más frecuentes cuando nos acercamos a Tambacounda. Ante sus entradas, bajo los porches sostenidos por maderos, veo cubos y barreños; también unos jarrones con flores de plástico sobre una caja de cartón. El taxista nos deja en la dirección que le hemos dado, enfrente de un viejo edificio público: nuestro punto de encuentro con el sacerdote cristiano. Esperamos a la sombra. No lo hacemos durante mucho tiempo, el sacerdote estaba aguardándonos y sale de una tienda de comestibles. Nos ha visto desde la ventana, sonríe. Es el primer africano al que veo sonreírnos abiertamente. De las demás personas de la plaza percibo miradas recelosas, se interrogan sobre nuestra presencia. Joseph, el sacerdote, viste de negro como un cura de película de los años cincuenta. Habla mal el francés, me cuesta entenderle. Le seguimos. Cristina y Jaime caminan de la mano, muy pegados a la espalda de Joseph. Yo, desde más atrás, observo sus manos entrelazadas, sus pasos apresurados, cortos. Nos detenemos ante la entrada de una pequeña iglesia. La cruz destaca en lo alto del tejado de dos aguas como el mástil de un barco. Me fijo también en los postes que sostienen unos gruesos cables negros por toda la calle. Sobre el tejado de la iglesia, Joseph nos señala a unos pesados pájaros negros, los llama “buitres de ciudad” y sonríe. Uno de ellos alza el vuelo y se posa sobre uno de los cables, que se comba bajo su peso. Nos enseña la iglesia y, atravesando una puerta, entramos en la casa parroquial. Salimos a un patio interior y nos señala unas casitas. Dentro de ellas hay una cama y un aseo. Cada uno dormiremos en una. Dejamos las mochilas y volvemos al interior de la parroquia. Joseph nos invita a tomar unas botellas de coca-cola. Comemos algo junto a dos negros bastante jóvenes; dos seminaristas, nos dice Joseph. Tras acordar la hora de la cena decidimos regresar a las casitas para dormir una siesta. Cuando ya nadie puede observarme, me estiro, me desvisto y me ducho. Me tumbo en la cama. Palpo la red que hace de mosquitero y compruebo que tiene agujeros. En Madrid me he vacunado contra la fiebre amarilla. En la estación seca el riesgo de contraer la malaria es menor, aun así vuelvo a pasar los dedos por los agujeros de la red. Los acerco a los ojos. Me tumbo en la cama y tardo muy poco en quedarme profundamente dormida.
Cuando suena la alarma del móvil me cuesta recordar dónde estoy. Me ducho de nuevo y me acerco hasta la sala más espaciosa de la casa parroquial, sin comprobar antes si Cristina y Jaime se han levantado. Al atravesar la cortina de cuentas los encuentro sentados en unos sofás, hojeando revistas de la ONG a la que los dos pertenecen y que colabora con las iglesias cristianas del centro de África. Hablan de su labor en España con un seminarista, un chico que no debe de llegar a los veinte años y que habla un inglés dificultoso. Lo que le conté a Maica en el bar de Atocha: Tomás me ha dejado. Yo he descubierto que tenía una novia y él me ha dejado a mí. Cuando le hablé a Tomás de lo que sabía sonrió y trató de quitarle importancia. Su novia era asunto suyo, en ningún momento había hablado conmigo de relaciones formales. Nos habíamos conocido, habíamos salido unas cuantas veces, nos habíamos acostado otras tantas, y ya estaba. Además, yo tenía que saber que en unos meses se iba a Estados Unidos, donde había conseguido una beca para finalizar un doctorado en Económicas. Yo no había pensado decirle nada a la novia, aunque Tomás tuvo la presencia de ánimo o la seguridad propia como para presentármela. Tal vez sí que debería haberle dicho algo a ella, una chica guapa con aspecto apocado. Se lo comenté a Maica y ella me dio la razón: tenía que haberle dicho algo. Y como aquella situación parecía incomodarme, lo mejor era que lo dejásemos, me había dicho Tomás, en el mismo tono tranquilo y pedagógico que había usado otras veces para explicarme los diferentes puntos de vista entre las teorías económicas monetaristas y keynesianas. Y sobre el viaje: a través de la ONG donde Cristina y Jaime prestan servicio comunitario, dos tardes por semana, habían conocido a un francés, ingeniero de formación, que había aceptado un puesto de trabajo para coordinar la colaboración de la Iglesia con la ONG en diversas escuelas, en la zona cristiana de Guinea Conakry. El francés les había propuesto una visita y ellos habían aceptado. La invitación se hizo extensible a mí, aunque yo no conociera al francés.