La cultura se ha visto afectada por las nuevas tecnologías y por la globalización de la información que corre vertiginosamente por Internet. Esto que es tan bueno conlleva una inevitable ecuanimidad de la información y el conocimiento. Se hace mucho más difícil distinguir, discriminar, cuáles son voces autorizadas u opiniones de peso. De esta manera está hasta cierto punto justificado la crítica de obras de arte (ocio y entretenimiento), acciones políticas (democráticas y liberales, por supuesto) o banalización de las relaciones humanas (es decir, sexo). Sin embargo, extraer conclusiones generales de los casos más pintorescos y extremos no suele ayudar si uno quiere ser fiel a la realidad. El autor no es desacertado en sus críticas, ni siquiera, en la mayoría de los casos, en señalar las causas. Ahora bien, también hay veces en que se queda en la más pura superficie, en el dato del último escándalo, sin llegar a ver el verdadero problema. Esto se acentúa especialmente en los artículos que recoge de El País, algunos muy lejanos en el tiempo. Hubiera ganado mucho de haber recogido las ideas de fondo y haberlas presentado de manera más elaborada.
En definitiva, no hay duda de que él mismo, Vargas Llosa, no puede escapar a los efectos de la postmodernidad que difumina las diferencias de niveles y puede conllevar el caos intelectual. Con estos bueyes hay que arar y ver los posibles caminos (de los que aquí no se menciona ninguno). Lo único que puede hacer el Estado democrático es respetar todas las opiniones, sin privilegiar ninguna. No vaya a ser que por el camino alguien nos imponga su moral. Estimado amigo, está usted tan dentro de todo esto como el resto, sólo que con una dosis de pessimismus y nostalgia bastante acentuada. Ya lo siento.