Dicen quienes asistieron a las primeras representaciones que a Omer Meir Wellber se le fue un poco la mano con las dinámicas, pero ayer estuvo muy controlado y no salió de una eficiente corrección, impersonal y sin demasiada chispa, pero corrección al fin y al cabo. La orquesta volvió a lucir su sonido impecable y el coro volvió a destacar por su calidad, además de por lo bien que actuaron en una puesta en escena que los mantiene casi siempre en escena.
Entre los solistas, el mejor con diferencia fue el tenor mexicano Ramón Vargas, un cantante elegante, con buen gusto y un técnica sólida. Su voz, antaño brillante y de gran belleza, se ha tornado opaca y ha perdido parte de su atractivo, algo normal en un cantante con treinta años de carrera a sus espaldas. Este deterioro, nada alarmante pero incuestionable, fue especialmente notorio durante sus primeras intervenciones, pero a medida que avanzaba la obra la voz de Vargas iba calentándose y ganando en presencia y calidad. Sin embargo, no fue su voz sino su arte lo que disfrutamos más ayer, especialmente en la famosa Una furtiva lagrima, que cantó de forma exquisita, recreándose con unos reguladores y un alarde de fiato de primer nivel. En la faceta actoral, Vargas estuvo muy entregado, componiendo un Nemorino ingenuo pero sin caer en la caricatura.
Por contra, Aleksandra Kurzak no me gustó como Adina. Quizá esperaba algo más, dado que para muchos es una de las promesas más firmes del belcantismo, pero lo cierto es que no me gustó ni su voz, con un timbre agrio en los agudos y sin graves, ni cómo resolvió las agilidades, ni me pareció que destacara por nada en su interpretación. No se si tuvo un mal día o es que no supe apreciar los detalles que han gustado a otros oyentes, pero me pareció una cantante de lo más normalito.Ilona Mataradze me gustó más en su breve intervención como Gianetta. Tiene una voz bonita y que corre adecuadamente y estuvo muy metida en su papel. Fabio Capitanucci lució una voz de barítono sana y joven y también se involucró mucho en su actuación como Belcore, pero se echó en falta algo más de imaginación en el fraseo.
Y por último, Erwin Schrott, ya un habitual del Palau de les Arts, demostró una vez más con su Dulcamara la calidad de su voz, grande y bien proyectada, y lo mal que la utiliza a causa de su mal gusto como intérprete. Histriónico hasta lo desagradable, sobreactuado, perdiendo la impostación cada dos por tres en busca de efectos supuestamente cómicos que desestabilizaban la linea de canto hasta hacerla casi irrecinocible (se cargó la barcarola del segundo acto él solito, mientras la pobre Kurzak intentaba cantarla como se debe), uno no puede dejar de lamentar que una voz de calidad se use de esa forma. Sin embargo, el público le aplaudió a rabiar, casi tanto como a Vargas, lo cual me hace ser muy pesimista sobre el futuro de la interpretación operística. Ojalá Schrott acabe topándose con un director musical que lo meta en cintura, pues los cantantes con tendencia al desmelene suelen necesitar de un director fuerte que los frene (como Mario del Monaco con Mitropoulos o Karajan, que lo llevaban atado en corto y le sacaron sus mejores interpretaciones). Si alguna vez algún teatro reuniese al Dulcamara de Schrott y al Nemorino de Villazón en un mismo Elisir, tiemblo solo de pensar lo que podría pasar.