L.A. (2018) Joy Eslava. Madrid

Por David Gallardo @mercadeopop

Un momento de la vida en unas canciones muy concretas

Claro que recuerdo la primera vez que vi a L.A. Fue en Joy Eslava el 28 de octubre de 2010 y dos policías nos sacaron del baño de un bar a altas horas de la madrugada por estar haciendo cosas de pareja que no tienen por qué hacerse en sitios así. Pero es que, eh, el garito estaba medio vacío. La moraleja, en cualquier caso, es clara: No hagáis el cabra en los alrededores de la comisaría de Leganitos porque puede aparecer la pasma en cualquier maldito momento. Y es un bajón.

La movida fue que uno de los polis quería pasar al baño y esperó pacientemente hasta que se hartó de los jiji jajá, de los ruidos de copas y, en fin, de esperarnos. Los años locos. Era jueves también y después de ver a L.A. presentando el excelso Heavenly Hell en Joy Eslava acabamos ahí como podríamos haber acabado debajo de un puente. Nos daba igual con tal de estar juntos. Estoy buscando el nombre del antro y veo que ahora se llama Pub Mamajuana Rock, aunque no me suena que fuera así entonces. En la Calle Del Río, detrás del Hotel Señorial que doy por hecho que conocemos todos los que tenemos un pasado. Era un clásico de la noche más huidiza, donde se juntaban crapulillas como nosotros con policías tomando cafés. Como el Iberia pero más molón.

Muy majos los polis, por cierto, les caímos bien. Supongo que se nos notaba la necesidad de tocarnos constantemente y bueno, es que Heavenly Hell tiene canciones como Perfect Combination que siempre pensé que era nuestra. Y no era fácil porque había más gente en la ecuación y al final se lió parda. Se quedaron amistades de mierda en el camino y todo ese percal que da una pereza de la hostia. Pero es que Stop the Clocks también era nuestra. Y The Sweetest Goodbye era la que parecía que tenía que ser nuestra por cojones pero no nos dio la gana. Y hasta hoy.

Tiene un significado potente ese primer álbum de L.A. por casa, en definitiva. Porque ahora tenemos una casa (ja). Por eso había que volver al lugar del crimen, como buen bandido. La diferencia, el contraste, la movida es que este 22 de noviembre de 2018 fui solo porque ahora somos tres con un reciente fichaje -a ratos llegamos hasta cinco pero esa es otra historia- y lo de la nocturnidad y la alevosía lo tenemos un poco olvidado. No lo echo de menos porque nos tenemos a diario contra todo pronóstico entonces. Fuimos los últimos en asumir algo de lo que todos se habían dado cuenta antes.

Me parece increíble que hayan pasado ocho años desde semejante ajetreo y me parece básicamente mal que L.A. se separen. Porque, además, se da el caso con este grupo de que no necesito pensar demasiado en ellos para saber que están ahí. Cada vez que regreso sobre su cancionero es como si nunca me hubiera alejado, aunque pasen largas temporadas sin escuchar nada suyo. Eso es síntoma de poso tocho, de mimbres, de banda con enjundia. Todo eso son L.A. indudablemente.

Pero su líder, Luis Alberto Segura, ha cumplido cuarenta y ha decidido cambiar de dirección. Yo los cumplo el 20 de diciembre pero me parece que no cambiaré jamás, porque los celebraré en el concierto de despedida de Rosendo en Madrid. Otro que se pira. Se hace un poco cuesta arriba ya tanto adiós, aunque sea en noches tan propicias para el disfrute como la de este jueves con L.A. en Joy. En la que no estuve solo, obviamente, siempre hay con quien. Pero en lugar de pensar en fakear en baños de antrillos, uno ahora se preocupa -cerveza en mano, eso no cambia- de que todos los que tienen que dormir duerman lo suficiente.

Y es gracioso que más o menos por eso Luis Alberto, quien se define en Twitter como padre de tres y hacedor de música, necesite repensar. Me parece guay que todo parezca tan conectado después de todo, que vayamos de la mano hacia quién sabe dónde compartiendo sensaciones y, sobre todo, canciones. Desde aquella primera loca primera vez hemos visto a L.A. varias veces, aunque no tantas como yo quisiera. Una muy guay fue en Barcelona en 2013, donde L.A. fueron teloneros de Muse y después tocaron de nuevo esa misma noche en plan privado en la Sala Barts. Y allí que nos plantamos también. Moló mucho y es imborrable también.

Y bueno, pues que L.A. dicen adiós pero dejan una honda huella en sus más fieles, un legado de cierta profundidad en la música española de la última década y, por encima de todo, una saca razonablemente grande de canciones. De buenas canciones. De las consistentes, esas que tienen poso y garantizan una carrera de largo recorrido y una duradera comunión con el público. No hablamos de usar y tirar, ni del consumo rápido al que se nos empuja sin disimulo hoy que es el puto Black Friday. Hablamos de la vida, que es otra cosa.

Porque puede que la banda mallorquina comandada por Luis Alberto Segura, -siempre solventemente flanqueado por Ángel, Pep y Dimas- no llene grandes pabellones ni suene a todas horas en la radio, pero indudablemente ha puesto banda sonora a unas cuantas vidas. En Madrid alrededor de 900, concretamente, las que agotaron las entradas con semanas de antelación para la despedida en Joy Eslava-dentro del ciclo Escenario Eslava-.


L.A. se despide de Madrid: Canciones con poso para una abarrotada Joy Eslava https://t.co/3h8pNvBw5o Crónica pic.twitter.com/OeQGTJ9pI7— EP Música (@epmusica) 23 de noviembre de 2018

Una noche especial generosa en minutaje y que llegó hasta las dos horas con una veintena larga de canciones de los diferentes trabajos del grupo, con especial predilección por Heavenly Hell, su aclamado debut de 2009, que sirvió de inicio con la contundencia rockera de Hands y nuestra Perfect Combination -escuchándola en bucle desde ayer, siempre emocionante-.

"Aquí estuvimos hace diez años. Podemos decir que aquí empezó todo", dice el vocalista y guitarrista, y alguien del público responde con un alarido desde el fondo de la sala: "¡Y yo!". (Por whatsapp me apuntan que no hace diez años, que hace ocho, y que ni se me ocurra meterme con nadie en los baños de ningún bar). Risotada generalizada para descargar el ambiente ceremonioso y, a partir de ahí, un recorrido incesante por todo el jugoso cancionero de L.A.

Rebel, Crystal Clear, Older y Under radar se suceden con un sonido contundente y limpio, con momentos muy noventeros -inevitable pensar en Pearl Jam en ciertos pasajes, aunque con un puntito más pop seguramente- y otros de puro recogimiento como The keeper and the rocket man o Do you wanna dance with me next sumer?, que Luis Alberto interpreta a solas con su guitarra, generando un respetuoso silencio de los que ya ni se recuerdan en los conciertos (una muchacha claramente enajenada desafina a gritos y, cómo sería el momento, que la peña ni se rió y prefirió seguir concentrada).

Suenan después In the meadow, Medicines and Microphones, la muy coreada Sweetest Goodbye, Helsinki, la distorsionada Stay, la veloz Outsider y vuelve la calma acústica con Suddenly. El cierre, como no podría ser de otra manera, es honor para Stop the clocks, una de esas canciones que bien valen una carrera musical y que bien valen una pareja que se quiera para siempre como nosotros. Porque entonces, hace ocho años, teníamos el tiempo tasado para estar juntos y todo era poco. Stop the Clocks forever parece un resumen razonable de todo aquello y mantiene todo su sentido en el ahora que el minutero cada vez corre más y más y no se cansa.

Alcanzadas las dos horas no hay tiempo para más, aunque canciones se quedan en el tintero. El grupo abandona el escenario con emoción contenida y el público se despide sin saber muy bien si es realmente para siempre o habrá una penúltima próxima vez en algún momento. Eso no lo sabe nadie ahora mismo pero, mientras tanto, tenemos lo más importante: Las canciones que no caducan y que ya habitan donde deben. En los baños de los bares, se entiende.