Mañana lluviosa de este agostiembre gallego. Mis dos hijos, de 6 y 8 años, sin tele y aparatos electrónicos que les embobasen se pusieron a ingeniar con sus juguetes. Puerta cerrada, risas y mucha actividad. La adrenalina bailoteaba en su habitación. Hacían y deshacían entre carcajadas y ruido. Ruido de construcción muy diferente a ese silencio contagioso cuando deslizan sus deditos en pantallas táctiles con mirada y mente abducidas. Estaban cociendo algo y no abrían esa puerta porque querían sorprender. Dos horas de déjame a mí; pásame eso; espera, mejor así; cómo moola; ya verás cómo les gusta; está quedando muy guay.
El resultado: un prototipo de avión hecho y atornillado a mano lleno de peluches y muñecos sentados en asientos rojos. También unos carteles pintados en un cartón con el horario de salida de vuelos a varias capitales del mundo.
La conclusión: que tus hijos deslicen más la imaginación y menos cualquier pantalla, que de esto último tendrán más que de sobra.
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