Pero, por respeto a la precisión, hay que aclarar que, tras el fin de la dictadura y para evitar ser un anacronismo político en Europa, una derecha reformista conformada por las personalidades menos dogmáticas del franquismo había tomado las riendas del poder para proceder a una liquidación controlada de aquel régimen y construir otro de características democráticas. Esa derecha reformista gobernó durante el período 1976 a 1982, durante el cual la UCD de Adolfo Suárez (un exsecretario general del Movimiento) pilotó la transición política de España. Gracias a las iniciativas por la recuperación democrática adoptadas en aquel período, en 1976 se celebraron en España las primeras elecciones democráticas y, en 1978, se aprobó la Constitución que convertiría España en un Estado democrático, social y de derecho, acorde con los estándares democráticos de nuestro entorno europeo y las democracias occidentales más asentadas. Esa Constitución y las libertades que amparaba posibilitaron que, por primera vez desde los tiempos de la Segunda República, la izquierda socialista, encarnada por el PSOE de Felipe González, formara gobierno en 1982 y lo retuviera hasta 1996, fecha en que el PP de Aznar le dio la alternancia al frente del Ejecutivo.
Pero si esta ideología tan conservadora y contraria al progreso en las normas y costumbres sociales ha alejado al Partido Popular, como evidencia esta muestra de su comportamiento, de una parte considerable de la población, incluido el sector conservador que no rechaza la evolución de las costumbres y la necesaria ampliación de derechos, es su moral indulgente con la corrupción lo que le ha granjeado una creciente e radical desconfianza entre su electorado, el cual, tras años de escándalos, se muestra harto de unas siglas que no acaban de desvincularse de prácticas encadenadas de una corrupción que parece sistémica. Tan enorme es el descrédito que, más que su conservadurismo ideológico, es esa moral corrupta, comprensiva cuando no cómplice con los amigos de lo ajeno, lo que está provocando que el PP padezca en la actualidad una auténtica agonía, sin fuerzas ni argumentos ya para reconducir la situación, que preludia su final como partido político. Un final agónico que se ve favorecido por la aparición de una formación emergente en la derecha española, de talante moderno en lo social y sin estigmas de corrupción, que le disputa con éxito el liderazgo conservador en España.
Por eso no es necesario remontarse a la época de Rosendo Naseiro, aquel extesorero –otro más- heredado por Aznar desde los tiempos de Fraga, que motivó una primera investigación, por sospechas de corrupción, en un caso que fue providencialmente sobreseído porque las grabaciones que revelaban una red de sobornos a cambios de recalificaciones no se aceptaron como prueba judicial. Ni tampoco el caso del Nilo, un fraude en el cobro de subvenciones europeas por inflar artificialmente la producción de lino textil, que afectaba a personas relevantes de la Administración, empresarios y agricultores en comunidades gobernadas por el PP, y en el que los imputados resultaron absueltos por la Audiencia Nacional.El río de la corrupción ya comenzaba a sonar en las alcantarillas del PP desde, al menos, finales de la década de los 80 del siglo pasado.
Pero es la sentencia recién conocida del caso Gürtel la que retrata y da la puntilla a un Partido Popular que ya no puede negar su simbiosis con la corrupción ni eludir su responsabilidad en lo que ha dejado de ser una ristra de casos particulares y aisladospara convertirse en el cáncer que hace agonizar al PP. Que todos sus tesoreros acaben siendo imputados o investigados por diferentes delitos e irregularidades; que decenas de ministros, alcaldes, presidentes de gobiernos autonómicos, congresistas, senadores, consejeros, concejales, directores de empresas públicas y un sinnúmero de políticos y colaboradores, adscritos todos ellos al PP, hayan sido imputados o condenados por corrupción; y que esta organización sea el primer partido nacional condenado en democracia por corrupción institucional, todo ello hace del Partido Popular un proyecto agotado y en estado agónico. Y que la comparecencia de Rajoy como presidente de Gobierno para testificar en el juicio, y la de Álvarez Cascos, Ángel Acebes, Javier Arenas, Jaime Mayor Oreja y Rodrigo Rato, también interrogados en calidad de testigos, no merezcan la más mínima credibilidad del tribunal, demuestra que la desconfianza y el descrédito de la ciudadanía con la marca popular está sobrado de razones. Porque es la corrupción, y no su ideología conservadora, lo que ha distanciado al PP de sus votantes, hastiados ya de prestar apoyo a delincuentes que han utilizado unas siglas para satisfacer su avaricia y rapiña lucrativa. Y ya está bien.