La antropóloga (y 3)

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Miss Hammond estuvo hospedada en una casa con ventanas estrechas y alargadas como aspilleras, poco iluminada pero fresca durante el día y cálida por la noche, al cuidado de unas mujeres serviciales y alegres, con una elegancia natural que la dejó impresionada y que cotorreaban sin mesura en un lenguaje barroco, musical y susurrado.
La mujer iba recuperándose deprisa, pero pasaban los días y las semanas y no tenía ganas de abandonar el lugar y seguir buscando otros poblados. Desprovista de su habitual vitalidad, se sentía invadida por una languidez embriagadora, inusual en ella, con ánimo sólo para observar las costumbres locales, la manera como desgranaban el mijo y lo machacaban en molinos artesanales, la forma como se vestían, la escasez de hombres o la estructura matrilineal de las familias, aunque el gran desconocimiento del idioma la hacía dudar de algunas de sus observaciones y la tenía sumida en un limbo de incomunicación.
Un tiempo después pasó por la aldea una partida de cazadores que iban en busca de leones de melena gris, una especie de la que no quedaban ejemplares vivos, y miss Hammond decidió irse con ellos. Los guiaba un hombre maduro de mirada firme e inquietante, escocés por el acento, o tal vez galés, una de esas personas que despierta en los demás la sospecha de estar callando mucho más de lo que dice, pero que resultó ser buen conocedor de un territorio que recorrieron durante semanas, visitando los lugares más salvajes y los confines más remotos sin encontrar los animales que perseguían.
La antropóloga se había unido a la partida sólo por arrancarse la pereza que la sojuzgaba y por el deseo de no viajar sola, puesto que la falta de interés de aquellos hombres por todo lo que no fuese la caza establecía, de entrada, una barrera difícil de salvar; pero las noches al raso, el cielo increíblemente claro, la amena locuacidad de los cazadores y las largas conversaciones al amor de fuegos de campamento supusieron un consuelo a la frustración que sentía por la falta de resultados en su viaje.
Los cazadores formaban un grupo curioso y estrafalario, hombres solitarios e inadaptados que parecían salidos de la pluma de un dramaturgo, pero que resultaban amenos e interesantes. Pronto la hicieron sentirse a gusto y vencieron sus prejuicios, y miss Hammond acabó hablándoles de la búsqueda de los misteriosos habitantes de aquellos páramos y las historias que sobre ellos había oído. Los días y las noches se sucedían en la volátil simplicidad de una huida hacia adelante, de una búsqueda espiral y sin resultados aparentes, y de un caminar cuyo objetivo no era otro que transitar el propio camino.
Una noche, a punto ya de abandonar la región, se presentó en el campamento un hombre de rostro cetrino, nariz recta y pelo ensortijado, que llevaba consigo una especie de alforja y una pequeña cobija con que protegerse de la frialdad de las noches. Con él compartieron yantar y trabaron animada conversación, pese a las barreras que impone el idioma, pues era persona de una elocuencia natural, capaz de transmitir con sus manos de largos y enfáticos dedos y su rostro expresivo y burlón, mensajes complejos con meridiana claridad. Antes de marcharse, la antropóloga le preguntó por el pueblo al que pertenecía y el nativo le respondió con ademán teatral, llevándose al pecho las manos, que era un honorable harath.
Cuando se hubo marchado, todos se mantuvieron concentrados y silenciosos durante unos momentos, observando el alegre chisporroteo de las llamas, hasta que finalmente el guía de la expedición, galés por el acento, o tal vez escocés, rompió el mutismo y comentó que aquel hombre mentía:
–¿Por qué? −preguntó miss Hammond.
−Los harath no existen –dijo−, los ha matado su propia leyenda.