La trampa de Tucídides fue planteada por primera vez por el politólogo Graham Allison para describir las relaciones sino-estadounidenses en el siglo XXI a partir de una relectura de los conflictos entre Esparta y Atenas durante la Guerra del Peloponeso. Su tesis afirma que el auge de una gran potencia emergente —antaño Atenas, hoy China— y el declive de un país hegemónico todavía dominante —Esparta en la Antigüedad y EE. UU. en la actualidad— da lugar a una rivalidad que hace el conflicto entre ambos Estados más probable. La razón de ello estriba en que, mientras el primer país gana en confianza, asertividad y ambición, el segundo se vuelve más receloso al temer ser destronado de su posición de liderazgo.
En los últimos tiempos, esta reflexión ha tenido una gran influencia a la hora de analizar la política exterior estadounidense hacia Asia. La guerra comercial y de divisas abierta entre EE. UU. y China, la crisis de Huawei, las acusaciones mutuas de espionaje o las tensiones entre buques militares en el mar de la China Meridional son su mejor aval. Sin embargo, los retos actuales de EE. UU. en Asia van más allá de la relación bilateral con China, aunque ésta sea casi siempre una variable clave de la ecuación. Valgan de ejemplo la amenaza del programa nuclear norcoreano, las tensiones entre sus aliados japoneses y surcoreanos, las ambivalencias australianas ante las crecientes inversiones chinas en el país, los amagos de realineamiento de Duterte con Pekín en Filipinas, la persistencia del conflicto taiwanés o las rápidas transformaciones que está viviendo el sudeste asiático. Estas cuestiones son fundamentales para comprender la actual política estadounidense en Asia aunque, a su vez, muchas de ellas no constituyen sino el epílogo de una historia compleja, y a menudo dramática, en la que EE. UU. ha desempeñado un importante papel.
Para ampliar: “China y la trampa de Tucídides”, Antonio García Maldonado en El Orden Mundial, 2017
Estados Unidos, una historia entre dos océanos
La génesis de la diplomacia asiática de los EE. UU. se encuentra en su propia geografía. Refugiado entre dos océanos, el país norteamericano siempre ha tenido una doble dimensión: atlántica y pacífica. Ahora bien, históricamente las trece colonias de la antigua metrópoli británica se encontraban en la costa este y su proceso de expansión hacia el oeste no fue nada sencillo una vez declarada la independencia en 1776. Por lo tanto, el Atlántico siempre ha estado más presente que el Pacífico en el desarrollo estadounidense en los planos económico, cultural y político.
Así, los primeros pasos de EE. UU. en Asia-Pacífico no se producirían hasta bastantes décadas más tarde, concretamente en 1853, fecha en la que los “barcos negros” del comodoro Matthew Perry penetraron en la bahía de Edo —actual Tokio— con objeto de forzar la apertura comercial del país del sol naciente. Este suceso, que puso fin a la larga tradición aislacionista del imperio del Japón —entonces dirigido por el shogunato Tokugawa—, sentaría el primer precedente para la construcción de la identidad asiática de la joven nación americana; una vocación por el Pacífico que iría ampliándose posteriormente con episodios como la adquisición de las islas Aleutianas junto con Alaska en 1867, de Hawái y del enclave de Guam en 1898 o tras la victoria militar frente al Imperio Español en la batalla de Cavite, ese mismo año, en las Islas Filipinas.
Para ampliar: “¿Por qué vendió Rusia el territorio de Alaska a Estados Unidos?”, El Orden Mundial, 2019
Sin embargo, la actual arquitectura regional asiática es fundamentalmente deudora de la Segunda Guerra Mundial. No sería hasta el ataque japonés contra Pearl Harbour en diciembre de 1941, el “discurso de la infamia” de Roosevelt y las consiguientes contraofensivas de EE. UU. en las islas Midway, el mar del Coral, el mar de Filipinas y, por supuesto, Hiroshima y Nagasaki, que Washington se consolidó como el actor clave en la geopolítica del Pacífico. La creación del ANZUS (la alianza con Australia y Nueva Zelanda) en 1951, la adopción del Tratado de San Francisco de 1952 —base de la alianza militar con Japón y Corea del Sur— y la vertebración de la organización regional de defensa SEATO —surgida del Pacto de Manila de 1954— inauguraron un orden regional liberal que a lo largo de más de siete décadas estaría irremediablemente influido por el marco general de la pax americana.
Aunque con la guerra de Corea (1950-1953) y los sucesos de Taiwán el tablero asiático se convirtió en uno de los primeros teatros de operaciones de la Guerra Fría, su papel fue secundario durante el cénit de la rivalidad entre estadounidenses y soviéticos: el núcleo esencial de la Guerra Fría siempre fue más atlántico que pacífico y, por ende, mucho más europeo que asiático. Asia siempre fue distinta a Europa desde la óptica estratégica estadounidense.
En la Europa de posguerra se habían sentado las bases para una mayor coherencia operativa en el marco del plan Marshall, la OTAN y otros instrumentos claves para la cooperación euro-estadounidense. Mientras tanto, en Asia el panorama se encontraba mucho más desintegrado: los aliados estadounidenses eran a menudo países enfrentados entre sí, el enemigo soviético no tenía ni de lejos la capacidad de influencia en Asia que en Europa oriental, y China, más que una amenaza inmediata —pese a su condición de miembro del Consejo de Seguridad y contar con potencia nuclear desde 1964—, era percibida todavía como un dragón dormido del que convendría ocuparse más adelante.
Para ampliar: “Tras las pistas de la China actual: de la Revolución Cultural a Tiananmén”, Adrián Albiac en El Orden Mundial, 2016
Si Europa era la llave, Asia era el cerrojo del poder mundial. El propio secretario de Estado de Theodore Roosevelt, John Hay, ya había señalado a principios del siglo XX que aunque el Atlántico era el océano del presente, el Pacífico sería el océano del futuro. EE. UU. era consciente de ello y tuvo intervenciones de calado en la zona. La teoría del dominó, que anticipaba una expansión del comunismo en la región si EE. UU. no actuaba para evitarlo, demostró que el escenario asiático era imprescindible en la batalla ideológica global.
En los años 50 y 60, el escenario poscolonial del Pacífico estuvo liderado en algunos países como Indonesia, Vietnam o Camboya por movimientos de liberación nacional de tendencias próximas al marxismo, lo que no hacía sino acrecentar los temores de Washington a una difusión de las tesis de Moscú. Eran los tiempos de la contención del comunismo. La guerra de Vietnam fue la consecuencia directa de esta doctrina que, poco después de la derrota francesa en Dien Bien Phu de 1954, terminaría arrastrando a EE. UU. a un complejo e impopular conflicto que hubo de prorrogarse hasta 1975. Aun así, en el gran concierto mundial del siglo XX, Vietnam fue el ruidoso paréntesis de una trama que seguía avanzando al compás de las dos orillas del Atlántico.
En las décadas siguientes, EE. UU. siguió percibiendo a Asia como un apéndice de su seguridad nacional. Pese a la retirada de tropas del sudeste asiático en los 70, la región cobró un protagonismo renovado con la diplomacia triangular de Kissinger y Nixon, que pretendía aislar a la Unión Soviética a través de una alianza estadounidense con China. Este enfoque, también conocido como la “diplomacia del ping-pong”, favoreció la distensión y condujo al establecimiento de relaciones diplomáticas entre Washington y Pekín en 1979.
La esperanza de una democratización china como consecuencia de la reforma económica emprendida por Deng Xiaoping estaba ampliamente extendida por aquel entonces. Ahora bien, las ondas expansivas provocadas por la disrupción comunista tras la caída del muro de Berlín pronto mostraron la relativa ingenuidad de esta visión. Se sucedieron acontecimientos como la masacre de Tiananmén de 1989, el tercer intento de invasión de Taiwán en 1996 y la consolidación del poder del Partido Comunista Chino como baluarte del Estado.
Tras el desplome de la URSS, la política exterior estadounidense se encontraba ante un nuevo dilema: ¿continuar la inercia atlantista de la Guerra Fría o empezar a reorientarse hacia el Pacífico para centrar su atención en el ascenso chino? Ciertamente, Europa y Oriente Próximo continuaban marcando la agenda internacional de la Casa Blanca, pero como ya anticipó el Informe Nye de 1995, Asia no tardaría en convertirse en el epicentro de la geopolítica del siglo XXI.
Con un Japón convertido en tercera potencia económica mundial, dos gigantes, India y China, con tasas de crecimiento de dos dígitos y una región que, en general, asistía al florecimiento de una vigorosa clase media, el siglo asiático parecía impostergable. Los presidentes Bill Clinton y George Bush hijo dieron los primeros pasos, todavía tímidos y limitados, para reforzar la presencia estadounidense en la región. Sin embargo, los grandes artífices del giro hacia Asia fueron sin duda Barack Obama y, paradójicamente, su sucesor Donald Trump.
Para ampliar: “Así funciona el Partido Comunista Chino”, Alberto Ballesteros en El Orden Mundial, 2019
El legado del cambio de Obama hacia Asia
La victoria electoral del demócrata Barack Obama —nacido en Hawái y criado en Indonesia— supondría en 2009 la llegada al poder en EE. UU. del primer autodenominado “presidente del Pacífico”. Envuelto en una crisis económica global que golpearía especialmente a los países occidentales, Obama inauguró un enfoque asiático que, dada su magnitud, cuenta con escasos precedentes en la política exterior estadounidense. Aunque es cierto que en su visión pueden encontrarse similitudes con la de Richard Nixon y que, durante la anterior Administración, Bush ya había sentado algunas de sus bases —como el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, o TPP—, no sería hasta su llegada al poder que un presidente estadounidense plantearía abierta y explícitamente el objetivo de reorientar el eje de su política exterior desde el Atlántico hacia el Pacífico. Este giro, que vino a conocerse a partir de 2012 como “pivotar hacia Asia” y más adelante como rebalance (‘reequilibrio’), reflejaba así una nueva visión posatlántica de la diplomacia estadounidense y una ambición renovada para aprovechar el potencial de una región que representa un tercio del PIB mundial y alrededor del 60% de la población de todo el planeta.
Los primeros pasos del 44º presidente en su política asiática consistieron en el ingreso de EE. UU. en la Cumbre del Asia Oriental y la búsqueda de una cooperación reforzada con ASEAN a través del Tratado de Amistad y Cooperación de 2009, así como el envío de un embajador permanente ante esta organización. Con unos aliados europeos debilitados por la crisis económica y divididos en torno a las negociaciones del TTIP, la Casa Blanca apostó por impulsar las negociaciones del TPP con sus socios asiáticos e iberoamericanos, a priori más predispuestos a alcanzar un acuerdo.
A ello se sumarían otros elementos centrales de la estrategia Obama: la retirada —fallida— de Afganistán, la mejora de las relaciones con países del sudeste asiático como Vietnam, Myanmar, Malasia, Indonesia o Singapur, la posición más proactiva ante las tensiones en el mar de la China Meridional y, sobre todo, el refuerzo de la presencia militar estadounidense en la zona. Mención aparte merece la mejora de la relación con India que, ante el ascenso chino y los retos comunes en Afganistán, se convertiría en un socio indispensable y, por tanto, en una importante victoria diplomática para Obama.
No obstante, la estrategia asiática de Obama no estuvo exenta de problemas y críticas. En primer lugar, el giro estadounidense fue interpretado en todo momento por Pekín como un intento por encapsular su proyección regional desde una dimensión económica —el TPP excluía a China— y militar —mediante la presencia reforzada de EE. UU. en el mar de la China Meridional o el apoyo a la instalación de un sistema antimisiles (conocido como THAAD, por sus siglas en inglés) en Corea del Sur. Lejos de contener a Pekín, esta situación —espoleada por la falta de credibilidad disuasoria mostrada tras la anexión rusa de Crimea o en relación a la línea roja trazada por Obama en Siria— provocaría un incremento de las fricciones bilaterales, incitando a China a crear una zona ADIZ (zona de identificación para la defensa aérea) en 2013 en el mar de la China Meridional, y a elevar el tono en las islas Senkaku o en relación al contencioso taiwanés.
Por otro lado, las tensiones con Corea del Norte alcanzaron niveles históricos como consecuencia del impulso al programa nuclear de Pionyang y la proliferación de ensayos nucleares y misilísticos bajo la autoridad de Kim Jong Un. Obama adoptó una doctrina de “paciencia estratégica”, consistente en mantener el statu quo —aunque sea negativo— para evitar errores que induzcan a un empeoramiento de la situación regional. Sin embargo, esta política no consiguió su objetivo y fue duramente criticada, ya que Corea del Norte siguió desarrollando su programa nuclear a velocidad de crucero.
Y por último, en su empeño por movilizar recursos hacia el Pacífico en detrimento de Europa u Oriente Próximo, Obama se vería con la guardia baja ante una sucesión de crisis internacionales que afectaron a áreas de influencia tradicionales de la diplomacia estadounidense. La invasión ilegal de la península ucraniana de Crimea por parte de Rusia en 2014, la espiral de violencia en Siria, Libia o Yemen, así como la inestabilidad política en Oriente Próximo y el norte de África tras las revueltas árabes de 2011 no tardarían en sacar a relucir los puntos ciegos de su política exterior.
La ansiada transición geopolítica hacia Asia no solo se veía estancada, sino que además corría el riesgo de verse saboteada por la tozuda realidad geopolítica de un mundo cada vez más multipolar y regionalizado. La lección fue aprendida de manera dolorosa: un Estado que aspira a ser hegemónico no puede permitirse, a diferencia de las potencias pequeñas o medias, depositar todos sus huevos en una misma cesta.
Para ampliar: “El programa nuclear de Corea del Norte”, Andrea G. Rodríguez en El Orden Mundial, 2019
Trump y las aguas revueltas del Pacífico
La toma de posesión del republicano Donald Trump en enero de 2017 se produjo en el contexto de transición geopolítica anteriormente descrito. Su llegada al poder fue acogida en Asia con inquietud por sus aliados y escepticismo por sus rivales. Poco se sabía de la visión que el nuevo presidente podría tener para el continente. Una de las pocas propuestas electorales del 45º presidente durante la campaña de 2016 relacionada con Asia consistió en prometer vagamente una política más dura hacia China. En el marco de un discurso cuyo hilo conductor —America First— se inspiraba en la longeva tradición del aislacionismo propugnada por Andrew Jackson, Pekín y sus prácticas comerciales “desleales” se convertían en uno de los escasos elementos discursivos extranjeros de la doctrina trumpiana. Con estos mimbres, no sorprende que al inicio de su mandato reinara la incertidumbre sobre cuál sería la nueva línea política de EE. UU. en Asia.
Para ampliar: “El aislamiento de Estados Unidos”, Andrea G. Rodríguez en El Orden Mundial, 2018
Tres años más tarde, estas incógnitas se han desvanecido parcialmente y, dentro de la relativa impredecibilidad de su mandato, resulta posible delimitar algunos de los principales ejes de su política asiática. El elemento más relevante —así lo confirma la Estrategia de Seguridad Nacional de 2018— es la competición estratégica con China y, en menor medida, con Rusia. Pero no es el único; en otros ámbitos como la cuestión norcoreana, Trump ha apostado por abandonar la paciencia estratégica de Obama y alternar una política de sanciones y presión máxima con un enfoque de progresiva distensión, complementario con la Política del Sol del presidente surcoreano Moon Jae-in.
Además, en materia comercial, la Administración Trump ha introducido también cambios estructurales como la retirada del marco multilateral del TPP negociado por Obama en beneficio de la búsqueda, en clave bilateral, de un reequilibrio del déficit comercial de la balanza de pagos con sus socios comerciales. La misma lógica transaccional y proteccionista es la que ha llevado a Trump a aumentar la presión sobre aliados como Japón o Corea del Sur para que asuman mayores responsabilidades defensivas.
Pese a que algunas de las líneas maestras de la política asiática de Trump representan cambios importantes con respecto a la Administración anterior —especialmente en el ámbito comercial—, existen también elementos continuistas. Entre ellos destaca el mantenimiento de la relación con la India de Modi en el marco de la Free and Open Indo-Pacific Strategy (FROIP), adoptada como doctrina oficial en el discurso del exsecretario de Estado Rex Tillerson en octubre de 2017, o la sintonía con la doctrina del pacifismo proactivo y el diamante de seguridad de Abe en Japón.
Sin embargo, en general, el elemento continuista más evidente es que Trump no está dispuesto a revertir el giro hacia Asia de su antecesor, sino que este se mantiene, con matices, como doctrina oficial de la actual Administración republicana. Pese a su enfoque proteccionista en cuestiones comerciales, su estilo de halcón o su preferencia por los marcos de negociación bilaterales frente a los multilaterales, la política asiática de Trump mantiene, con la importante salvedad del TPP, muchas de las orientaciones establecidas durante el mandato de Obama.
Para ampliar: “RCEP contra TPP: competición comercial en Asia-Pacífico”, Andrea G. Rodríguez en El Orden Mundial, 2019
El sueño asiático de EE. UU.
La reelección o no de Trump en los comicios presidenciales de 2020 será muy relevante pero no necesariamente determinante para el futuro de la política exterior de EE. UU. en Asia. Todo parece apuntar a que Washington estará cada vez más activo en el continente independientemente de quién gobierne a partir de 2020. La apuesta general por el Pacífico es una de las pocas cuestiones que parecen poner de acuerdo a republicanos y a demócratas.
Las razones para reforzar la política asiática son obvias dada la evolución estratégica y económica de la región. Ahora bien, la hegemonía de los años 90 se ha desvanecido, por lo que la próxima Administración puede tener que asumir un alto coste de oportunidad si aspira a seguir impulsando el giro hacia Asia de forma unilateral y sin coordinarse adecuadamente con sus aliados, también los europeos. En un mundo de bloques regionales, descuidar este aspecto bien podría terminar convirtiendo el pivote asiático iniciado con Obama y continuado por Trump en una victoria pírrica ante la larga e implacable sombra de Tucídides.
Para ampliar: “La geopolítica tras las protestas en Hong Kong”, Fernando Arancón en El Orden Mundial, 2019
La apuesta de Estados Unidos por Asia-Pacífico fue publicado en El Orden Mundial - EOM.