El film de Fadel fue todavía más lejos y, meses después, ganó varios galardones fuera del país, entre ellos el premio de la Asociación del Cine Independiente (ACID) y la Caja Central de Actividades Sociales (CCAS) en el marco de la Semana de la Crítica del Festival de Cannes. Días atrás, regresó del Festival de Biarritz donde compitió -sin éxito- en seis categorías.
La enumeración de antecedentes pretende matizar la opinión desfavorable de esta simple blogger, y anticipar la eventual intervención de algún espíritu justiciero determinado a descalificarla en nombre de los porotos acumulados desde las avant-premières en el 14° Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente. Para más datos, no es la primera vez que Espectadores se revela incapaz de reconocer las virtudes de un hallazgo festivalero.
En el caso de La araña vampiro y Los salvajes, el mayor reproche gira en torno a las falsas expectativas que ambos títulos generan al menos en parte del público. Dicho de otro modo y salvando las distancias que las separan, una y otra producción coinciden en empezar de manera prometedora para luego desbarrancarse por una pendiente irremontable.
Medina parece quedarse corto con su cuento de terror tal vez inspirado en la pluma de Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant o incluso de nuestro Alberto Laiseca. En este caso, la desventura que protagoniza un joven porteño depresivo tras haber sido mordido por una “araña vampiro” reedita muy tímidamente rivalidades clásicas del género en cuestión: hombre versus animal; ciudad versus campo; ciencia o medicina versus sabiduría popular.
Ni Gerónimo es Peter Parker, ni la picadura inevitable lo convertirá en un súper hombre. Al contrario, el ataque mortal del bicho refuerza no sólo la neurosis del protagonista sino su condición de antihéroe: la propuesta resulta en principio estimulante para quienes sentimos debilidad por las tramas que contravienen el mandato del ganador hollywoodense.
Sin embargo, el entusiasmo inicial desaparece progresivamente ante un guión cuyo mayor desacierto radica en el desmanejo de los tiempos narrativos, sobre todo cuando la segunda mitad de la película se estanca en la búsqueda del antídoto salvador. La intervención de un policía (¿guardaparques?) y los ruidos de la explotación minera (que explicaría porqué los bichos se vuelven locos) están más cerca de la parodia que del horror.
Los salvajes desencanta todavía más, con su crónica de una fuga carcelaria, que deriva en una suerte de fábula metafísica tirada de los pelos. Es una pena porque el largometraje cuenta con cuatro grandes virtudes: la (premiada) fotografía, la banda sonora, las actuaciones (en especial la de Sofía Brito) y un gran esfuerzo de producción por parte de Agustina Llambi Campbell.
Cuando algunos espectadores baficianos aventuramos pronósticos sobre el destino comercial de estas dos favoritas de la crítica y del jurado, nadie previó un estreno simultáneo. De hecho, nunca imaginamos que productores y exhibidores acordarían reeditar parte de aquella competencia realizada en abril pasado, quizás para aprovechar el apoyo de una prensa dispuesta a ratificar -por partida doble- sus elogios casi unánimes.