La artificiosidad insincera de Oscar Wilde

Publicado el 26 septiembre 2010 por Avellanal

La vida de Oscar Wilde no es real. Por el contrario, se trata de un mero artificio, de una estampa, de una imagen inmóvil, como la percepción del tiempo en un universo estático. Imagen que él mismo se encarga de contemplar, desdoblándose, produciendo una grieta en su yo, para poder ser espectador privilegiado de sí mismo. Se entrega voluntariamente a esa permanente ilusión de su existencia, puesto que transita la misma desde un plano externo, situándose en los ojos de los otros, para observar, de forma objetiva, a esa evanescencia cristalizada llamada Oscar Wilde.

No voy a dejar de hablarle sólo porque no me esté escuchando. Me gusta escucharme a mí mismo. Es uno de mis mayores placeres. A menudo mantengo largas conversaciones conmigo mismo, y soy tan inteligente que a veces no entiendo ni una palabra de lo que digo.

La homosexualidad de la que hace gala termina convirtiéndose en una etiqueta, en un sello marcado a fuego, como si su praxis existencial estuviera regida por un estrella providencial, de la que resulta imposible desviarse, contrariando toda posibilidad de libre albedrío. El acto autónomo no existe en la vida ilusoria de Oscar Wilde, porque, al escudarse en su naturaleza, no hace otra cosa que transformar su homosexualidad en una justificación de su ostentoso modo de comportarse y transitar por la vida, y no le asigna el valor de la aceptación de una tendencia natural que no configura la totalidad ni el eje de su existencia. Wilde, en definitiva, al exhibirse día y noche en un santuario del que se desprenden miles de destellos de luces de neón, al no tener pelos en la lengua y quitarse la máscara en exceso, al ser el escritor, el director, el actor principal, la contrafigura y el público de sus propias obras, procede casi de la misma forma que el homofóbico: ambos, en el fondo, uniforman sus hipotéticos antagonismos, al trazar un encasillamiento del homosexual, al delinear incesantemente un catálogo de su ser, al conferirle un status especial, que lo diferencia, que lo excluye; donde los otros ven inferioridad, él ve algo superior; donde los otros ven monstruosidad, él ve belleza.

¿Qué culpabilidad le podemos atribuir? Ninguna, absolutamente ninguna, pues no dispone del poder individual para actuar de otro modo, y de ahí que su estancia en este mundo sea irreal.

Por eso, la vida de Oscar Wilde es una circular farsa eterna, en la que su sobreactuación se repite ad infinitum. Sus obras son una entelequia, dado que, en rigor, él nunca ha creado nada. Y, precisamente a causa de esa carencia creativa, de esa omisión productora a perpetuidad, Wilde es el artista mayúsculo, vale decir, no existe artista mayor. La suya no es una vida, es simplemente una predestinación en la que no puede operarse un mínimo cambio, una artificiosidad insincera, una burda mentira que a todos nos ha hecho creer.

Que hablen de uno es espantoso. Pero hay algo peor: que no hablen.