Pintura de Johannes Vermeer
Se estaba haciendo el nudo de la corbata con la concentración requerida cuando se detuvo un momento para decir:—No voy a volver
Ella levantó sus grandes ojos ante aquel inmenso espejo que le devolvía su propia imagen tras la de él. Un halo de bondad la envuelve, de bondad y de estar en las nubes queriendo atrapar la última idea creativa para su gran obra. Con la tranquilidad aparente en el rostro aún hermoso, pero con el corazón encogido, siguió haciendo lo que mejor sabía hacer: preocuparse de los pequeños y grandes detalles que lo habían llevado a él a ser un hombre de éxito. Mientras, en silencio iba deletreando su nombre como la que repite un viejo mantra para detener los fantasmas que la asfixiaban. En algún recóndito lugar de su interior quedaron reprimidas las lágrimas que luchaban por salir.
Ya no la buscaba como en sus primeros tiempos cuando quedó fascinado por su belleza, su ternura y su arte pictórico tan reconocido. Ese asumir el papel de mujer perfecta que tanto le había atraído en otro momento, se le hacía insoportable. Ahora era él quien tenía algo que ofrecer y necesitaba un amor diferente.
Si la viera asustada o confundida, insegura o débil por una vez en la vida, se desmoronaría la tensión entre ellos como un azucarillo en el agua y podría acercarse a ella, abrazarla y seducirla de nuevo. Todo menos ese maldito silencio y esa apariencia resignada. Un gesto apenas perceptible en su rostro, que solo él podía interpretar, manifestaba un “tranquila que volverá, como siempre”.
El portazo se prolongó como un eco martilleándole con sus últimas palabras:
— ¡Hace tiempo que vivo con otra!