La Asamblea, representación de la democracia ateniense

Publicado el 16 abril 2014 por Albilores @Otracorriente

La democracia, como todo el mundo sabe es un sistema de gobierno basado en la soberanía popular que se ha impuesto en la mayoría de los países desarrollados de nuestro planeta. Esta forma de gobierno tiene su origen el la antigua Grecia, concretamente en Atenas, en la que, al igual que en todas las polis griegas, los ciudadanos se reunían en la Asamblea de Pueblo, es decir, todos los ciudadanos participaban en los asuntos públicos, para deliberar y votar.

La Asamblea se convocaba, al menos, tres veces cada mes, al aire libre. Ése día, al amanecer, desplegaban un estandarte y los ciudadanos a medida que llegaban tomaban asiento en las gradas. Enfrente, en una plataforma de piedra, estaban los magistrados que iban a presidir la Asamblea.

Empezaba la sesión con una ceremonia, religiosa. Los sacerdotes paseaban unos cerditos alrededor de la Asamblea, los degollaban, recogían la sangre y con ella regaban el suelo. Luego se quemaba incienso. Un heraldo recitaba una oración, pidiendo a los dioses que se mostrasen propicios, y una maldición contra cualquiera que intentase engañar al pueblo -imaginemos ahora si esas maldiciones se siguieran pronunciando y se cumpliera alguna no quedaría un político es España-. Entonces el presidente, en nombre del Consejo de los Quinientos, exponía las cuestiones que se iban a discutir, porque la Asamblea no debía deliberar sino acerca de asuntos anunciados de antemano y ya examinados por el Consejo. Luego leía la proposición redactada por éste y preguntaba a la Asamblea si quería discutirla. Los asistentes respondían alzando las manos. La deliberación comenzaba tras la pregunta formulada por el heraldo: ¿Quién quiere tomar la palabra?”.

Todos los ciudadanos tenían derecho al uso de la palabra y, cuando varios la pedían al mismo tiempo, tenía prioridad el de más edad. El orador subía a la tribuna, una plataforma ancha en la que se podía hablar andando, se colocaba en la cabeza una corona de mirto, indicando que desempeñaba una función religiosa por lo que estaba prohibido interrumpirle, y comenzaba su alocución. La Asamblea escuchaba en silencio. Una vez que todos los oradores habían hablado, el presidente preguntaba si aceptaba o rechazaba la proposición y los ciudadanos respondían alzando las manos. Lo mismo se hacía con las demás cuestiones sometidas a resolución.

Terminada la votación, el heraldo pronunciaba una fórmula religiosa y la Asamblea se disolvía. Las proposiciones aceptadas por la Asamblea se consignaban en forma de decretos –qué diferentes de los decretos ley que el PP saca cada dos por tres si someterse a debate en el congreso-. Al frente se ponía el nombre del presidente, del secretario y del ciudadano que había presentado la proposición. De este modo el pueblo sabía quién le había inducido a tomar una medida. El ciudadano que había presentado una proposición seguía siendo responsable de sus consecuencias -si esto fuera así ahora…- Cualquiera podía intentar contra él un proceso y, si el tribunal juzgaba lo propuesto contrario a las leyes, era condenado a multa y podía ser privado, de los derechos de ciudadano.

Se juzgaban también las causas de los ciudadanos, la Asamblea de justicia, llamada Heliea, mucho menos numerosa que la de gobierno. Todos los años, sus miembros, se nombraban por sorteo. Eran unos 6.000 en total, pero no todos se reunían a la vez, ya que estaban divididos en secciones de 500 miembros cada una. Por la mañana, los miembros se reunían en la plaza pública. Se sorteaba para saber en qué local celebraría audiencia cada sección aquel día y qué clase de causa había de juzgar.

Un magistrado presidía el tribunal, constituido de ordinario por quinientos ciudadanos, a veces por mil o, incluso, a veces hasta por mil quinientos o dos mil. Los dos litigantes se presentaban en persona, porque ellos mismos debían defenderse. Hablaban por turno un tiempo determinado. En la sala había un reloj de agua y el litigante tenía derecho a hablar todo el tiempo que caía el agua, pero no más. Cuando habían terminado sus alegatos, los jueces, sin deliberar entre ellos, votaban depositando en una urna piedrecitas blancas o negras, es decir, a favor o en contra.

En la Asamblea hubo magníficos oradores. El más notable fue el de Demóstenes, cuya primera actuación fue abucheada, porque era tartamudo. La leyenda dice que corrigió este defecto, caminando por las playas hablando con la boca llena de piedrecitas, pero la verdad es que lo hizo en un sótano y se rapó el cabello para no salir a la calle; ahí estuvo encerrado hasta que le creció de nuevo el cabello, que fue el tiempo que se tomó para corregir su defecto. Su regreso a la Asamblea fue un éxito. Demóstenes, además, dejó una serie de formas -utilización de las manos, gestos de la cara, acentuaciones de la voz- que él implantó en su forma de hablar al público con el objeto de dar más fuerza y convicción a las ideas que exponía en sus discursos.