Tony Soprano no pierde presencia: enfundado en un traje caro o con su tradicional bata blanca de estar por casa aparece majestuoso en la escena; su figura todo lo inunda, cuando está alegre y cuando está encolerizado, cuando abraza y saluda y también cuando sacude. Ha venido para quedarse: su magnífica interpretación durante seis temporadas en Los Soprano —que he logrado finalizar con gran placer— quedará siempre en nuestra memoria como una de las mejores caracterizaciones de un personaje con resquicios mentales y recovecos insospechados. Mírenlo: ahí en su piscina en el primer capítulo, con sus patos migrantes, con una sonrisa infantil que ejemplifica lo más parecido a la felicidad, llamando a su querida y cálida familia… Carmela no lo entiende, no sabe qué significan esos patos para él; Anthony Jr. está cansado de su figura amenazante, Meadow de su represión. Es la doctora Melfi, tras su ataque de pánico por la triste huida animal, quien actúa como pozo sin fondo de sus contradicciones, de sus anhelos, frustraciones y temores; es ella quien, temporada tras temporada, teje de forma paralela el personaje de Tony, el gran T. La ausencia que me ha causado el final de esta serie es muy grande y no logro olvidar el “Don’t stop believing” de The Journey. La vida continúa, con o sin patos, con un final u otro. Volveremos a esta obra de referencia.