“Esa tarea, que es para cada cual su vida, no es arbitraria. Nos es impuesta. Todos sentimos en cada instante, allá en el secreto fondo de nuestra conciencia, quién es el que tenemos que ser” (Ortega y Gasset[1]).
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La conciencia no es algo innato, que esté inscrito en nuestra naturaleza. Aparece cuando somos capaces de sentir empatía, y, a través de ella, entender que a veces hemos de supeditar nuestro interés o nuestro bienestar en aras de intereses o bienestares que nos trascienden. El nacimiento de esa empatía está vinculado al hecho de que el entorno familiar sea el adecuado para que el niño vaya entendiendo que la madre, para empezar, tiene vida y necesidades propias, ante las cuales él ha de sacrificarse de algún modo. Nace así también la capacidad de amar (es decir, salir de sí mismo para volcarse en los demás). Si el niño no consigue llegar a esta etapa en la que nace el sentimiento moral, se mantendrá como el infante que todos somos para empezar (por entonces estábamos disculpados, dada nuestra indefensión básica): egoísta y motivado solamente por sus propias conveniencias. Cuando esa instalación en la fase amoral se extiende socialmente, vale aquello que decía Hobbes: “Homo homini lupus”. Y entonces es cuando la moral puede meramente ser algo impuesto desde fuera –por ejemplo, por la fuerza correctora de unos padres que no han sido capaces de despertar en el niño la empatía–, y no surgir de una conciencia auténtica”.
[1] Ortega y Gasset: “Sobre un Goethe bicentenario”, O. C. Tomo 9, Alianza, Madrid, 1983, pág. 557.