La autoría artesanal. Tres vueltas alrededor de John Frankenheimer: Orgullo de estirpe / Profecía maldita / El reto del samurai

Publicado el 27 octubre 2011 por Esbilla

Recicla que te recicla por culpa (gracias a) diversos trabajillos de distinta índole -en la barra lateral se puede ver el cartel de un ciclo dedicado a Clint Eastwood que organiza a lo largo de Noviembre el Centro de Interpretación del Cine de Asturias, el CICA para los amigos y vecinos, en el cual tengo el placer de participar con una conferencia- , le toca turno a un tríptico publicado en su día en el portal Cine Archivo con motivo de un especial sobre John Frankenheimer: Orgullo de estirpe, un excelente relato de aventuras metafísicas, Profecía maldita, horror ecologista a la moda que ahora se re-edita en DVD y El reto del samurai, una curiosa apropiación en clave action-movie de los códigos ético-genéricos japoneses. Tres títulos a cada cual más olvidado, de dispareja calidad pero todas con su interés particular:

 

FichaFilm.asp?IdPelicula=15&IdPerson=15894

Pese a que John Frankenheimer es hoy en día un director reconocido y valorado (gracias principalmente a su sorprendente resurrección a finales de los noventa con la ejemplar Ronin) su filmografía sigue presentando unos cuantos puntos oscuros, zonas de sombra en las que, paradójicamente, vive lo mejor de su carrera o, al menos, lo más complejo e insobornable. Uno de esos «territorios» se localiza a principios de la década de los 70, la época del trasvase de poderes en Hollywood con la llegada de un nuevo grupo de sultanes a la Meca del cine para dominarla durante una asombrosa década de moteros tranquilos y toros salvajes(1) que, en cierta medida, orillaron a las generaciones anteriores, la de la «televisión» y la de la «violencia». Aunque curiosamente esto repercutió en que muchos de esos directores entregaron sus obras más radicales durante el periodo. En esta coyuntura Frankenheimer filmaría entre 1970 y 1971 las que quizás sean sus cintas más depuradas en lo formal y más densas en lo conceptual y, por consiguiente, las más lamentablemente estrelladas en taquilla de su carrera: ese soberbio american gothic teñido de balada country desoladora que es Yo vigilo el camino y Orgullo de estirpe (2).

Resulta todavía asombroso y un ejemplo perfecto de esa maquinaria de la absurdidad que era/es/será Hollywood, que la Columbiadiera luz verde a semejante proyecto, una película que llevaba escrito suicida en la bobinas. Si todo lo que rodeó la gestación y desarrollo del film (rodaje en Afganistán, y parcialmente en Almería, guión anticomercial del blacklisted Dalton Trumbo, falta de figuras rompetaquillas que compensaran, alto presupuesto,….) solo puede calificarse de insólita conjunción «estelar», lo que siguió ya entra en el cauce de lo previsible. Y es que en medio del rodaje la major ya se desentendió del asunto; nadie sabía nada y nadie estaba dispuesto a cargar con aquello. El resultado, pues, fue una película «muerta» antes de comenzar la carrera comercial. Estrenada de tapadillo fracasó estrepitosa e ineludiblemente, tanto que Frankenheimer decidió instalarse de forma temporal en Europa, a la espera de recibir de su país de origen proyectos que le satisficieran.

Orgullo de estirpe en sí tiene su origen en el impacto que sobre Frankenheimer causó la contemplación en directo de un buzkashi (una impresionante batalla hípica consistente en llevar el cuerpo de un carnero a un punto determinado sin mayores reglas, ni de tiempo, ni de recursos) en el mismo Afaganistán. De tal manera que el cineasta neoyorquino se decidió a buscar una historia que reflejara la anacrónica bárbara belleza de un país medievalizado y conservado en algún tipo de ámbar. La novela de Joseph Keller (2)The Horsemen (un título bellísimo que podría traducirse como «Los hombres caballo» y que tiene el tono apropiadamente mítico del que carece el vulgar Orgullo de estirpe, más propio de una telenovela) resultaba el material ideal, fusión perfecta de leyenda y fisicidad. De este choque nace gran parte del poderío de The Horsemen, organizada en constantes parejas conceptuales y simbólicas: combates entre hombres, camellos, carneros, pájaros… pero también entre padre e hijo, entre mito y verdad, entre la persona y la naturaleza. Una batalla exterior constante que metaforiza la lucha interior de Uraz, un Omar Sharif que nunca estuvo mejor, intenso y duro, componiendo un protagonista profundamente desagradable devorado por un odio de generaciones y una frustración por la imposibilidad de no ser su propio padre Tursen (asimismo una gran composición a cargo de Jack Palance) o más bien anulado por la figura mitológica que proyecta (brillante la visualización onírica del buzkashi, que éste ganó en su juventud en contraste con la ferocidad enérgica con la que se filma la competición en la que participa y pierde el hijo, aunque no su caballo como profetizó el padre). De ahí que, herido en una pierna (impresionante el momento en el que decide abrir la escayola y cubrir la herida con unas hojas del Corán) acometa un camino mortal de vuelta su provincia. Un recorrido montañoso que es un viaje metafórico y físico (interior y exterior) al fondo mismo de la leyenda, sirviendo tanto para forjar la propia (en el caso de lograrlo) o para destruir la ajena (la muerte que Uraz corteja con vehemencia significaría finalmente la vergüenza de Tursen, la destrucción de la figura paterna a través de la destrucción de sí mismo) que pone de nuevo en liza esa estructura dual nacida de la misma entraña de la historia y transmitida a una forma fílmica que equilibra naturalismo y abstracción. Con sorprendentes préstamos de cierta iconografía del western en su ejemplar valoración dramática del paisaje, un conocimiento que hace lamentar que Frankenheimer nunca rodara uno.

Este carácter está subrayado por apuntes tan acertados como las narraciones que puntean la trama (especialmente brillante la del escriba ciego que toma nota de la cesión del magnífico caballo a sus sirviente en caso de muerte y cuenta su propia historia análoga a esta) o las simbólicas apariciones del nómada del carnero mochado («un jinete con una sola pierna puede hacer lo mismo que un carnero con un solo cuerno») que prefigura la futura pérdida definitiva de la pierna por parte del protagonista. Una amputación que será la que redondee su propia conversión en mito y en hombre separado/diferenciado finalmente de su padre (magistral la escena en la que le muestra su desnudez), capacitado ya para fracasar (su extraña relación con la intocable Zereh, la guapa y olvidada Leigh Taylor-Young) y para desaparecer entregado a un viaje de la nada a la nada, único lugar posible para quien lleva dentro tanto veneno acumulado.

  (1)  Moteros tranquilos, toros salvajes. La generación que cambió Hollywood, Peter Biskin. Editorial Anagrama. Barcelona, 2004.

(2)  Muy recomendable el excelente dossier que Tomás Fernández-Valentí le dedicó en la revista Dirigido por..en Noviembre del año 2000 (nº 295, pags. 48-71) en el que destaca el excelente texto sobre esta película, desmenuzándola con su habitual sencillez expresiva y sagacidad analítica, tanta que deja difícil aportar algo original.

(3)  Autor que ya había sido adaptado, nada menos que por Luis Buñuel en Belle de jour (1966) o por Jean-Pierre Melville en El ejercito de las sombras (1969).

 

 FichaFilm.asp?IdPelicula=21&IdPerson=15894

Tras el inesperado fracaso económico (1) que supuso una producción del calibre de la bien reivindicable Domingo Negro en 1977 (vigoroso superthriller que superaba su endeble base de best-seller de temporada en virtud de una narrativa vertiginosa y una aspereza visual de teleobjetivo y urgencia, que en muchos aspectos fue vampirizada por Steven Spielberg en la espléndida Munich de 2005), John Frankenheimer volvía encontrarse en situación inestable en el seno de una industria que anteriormente ya le había rechazado en similares circunstancias. En esta ocasión, con un agravante: un alcoholismo nacido de la frustración que le estaba causando el devenir de su carrera, según sus propias palabras. Un problema personal que afectó devastadoramente al prestigio de quién fuera un auténtico seguro, convertido ahora en otro director en el que no se podían confiar más que proyectos menores, orillado a la producción de bajo presupuesto y a facturar material cada vez más cercano al direct to video. La caída fue momentáneamente frenada por Tiro mortal ya en 1989, un thriller corajudo mucho más personal de lo aparente, que desde su modestia industrial rescata el nervio de un narrador que utiliza a su destartalado protagonista (un esforzado pero insuficiente Don Johnson) como metáfora de su propia redención profesional. Aunque su resurgir definitivo aún tendría que esperar hasta 1993 y no sería en el cine sino en la televisión, un simbólico «segundo» nacimiento como director proporcionado por la HBO con un soberbio telefilm sobre el motín en la prisión de Attica: Contra el muro.

Pero para esto todavía faltaría y en 1978 el salvavidas Frankenheimer pensó encontrarlo en el filón del regreso espiritual y temático a las monster-movies de los 50 que esta Profecía maldita, bajo guión de un David Seltzer que venía de escribir las dos primeras entregas de La profecía (en 1976 y 1978, dirigidas por Richard Donner y Don Taylor, respectivamente), le presentó y al que intentó (sin éxito, hay que decirlo ya) personalizar sobre la base de sus propias preocupaciones liberales. Tratando de utilizar un género en boga como vehículo expresivo de sus inquietudes sociales, en este caso la ecología, la penosa situación dela Nación India y en general la degradación social/moral de la América de finales de los 70.

De esta manera, el film se inscribe sin problemas en el comeback a los tiempos del terror paranoico con la naturaleza vengándose como protagonista, que el mismo Spielberg había puesto de moda con el atronador éxito de Tiburón (1975), y al que siguieron desde la simpática Orca, la ballena asesina de Michael Andersonen 1977, hasta la estupenda Piraña de Joe Dante en 1978, donde ya se introducía el componente ecológico presente en primer plano en el film de Frankenheimer. Un ingrediente que también estará presente en un trabajo puramente exploit, el bicho no se localizará en el agua sino bajo la misma arena,  de innegables similitudes con éste: Playa Sangrienta (1981). dirigida por Jeffrey Bloom. Otra conexión, en este caso lateral y no se hasta que punto asumida o siquiera conocida, habría que buscarla en la muy activa y estimulante cinematografía australiana coetánea, especialmente en un par de títulos fantastique de finales de los setenta tan notables como The Long Weekend de Colin Eggleston —extraña alegoría ecologista en la que una pareja en crisis buscando la reconciliación será acosada por el propio entorno— y sobre todo The Last Wave(1979), una auténtica obra maestra que permanece como el mejor film dirigido por Peter Weir y que asimismo incluye rasgos sociales filtrados por la mirada antropológica sobre los aborígenes y su relación con los ciclos naturales de creación y destrucción. En cualquier caso, una concepción muy distinta del género, llevado a lugares más cercanos a la metafísica y al horror abstracto que los de sus muy palpables homólogos norteamericanos.

Pero el título que comparte más rasgos con este Profecía Maldita, pese a sus diferencias tanto tonales como de resultados es otra película de la época: Lobos humanos. El único film de ficción dirigido por el montador y documentalista Michael Wadleigh y que igual que el aquí reseñado incorpora al ecologismo y al terror, ese componente de denuncia y sobre todo ese recurso a la mitología (y a la problemática) india. Se toma., pues, el rico sustrato nativoamericano y la pulsión trágica que late en su devenir histórico como perfecto marco para enfrentar lo antiguo y lo moderno en cuanto a conceptos vitales, místicos y estéticos. Desgraciadamente donde Wadleigh triunfa al fusionar a la perfección las necesidades de resolver un film de género (el de hombres-lobo), renovado desde planteamientos abiertamente simbólicos, Frankenheimer fracasa. Principalmente por olvidar las jugosas posibilidades sobrenaturales y el imaginario indio en beneficio de las explicaciones racionales y la acción ramplona. Todo se le va de las manos en un tercio final burdo: el/los ataque/s de la osa mutante rayan lo grotesco, aunque queden parcialmente redimidos con dos bellas imágenes que tienen que ver precisamente con el anciano indio que cuida de un pequeño poblado, cuyos ojos se tornan incandescentes por el reflejo del fuego en las gafas o su enfrentamiento final a la orilla de un neblinoso río con la bestia convertida en tótem; únicos instantes donde lo legendario hace acto de presencia), mal resuelto (el suspense no funciona o es tristemente previsible) e incluso ridículo por momentos (Talia Shire intentando nadar con la monstruosa cría en brazos mientras ésta la muerde el cuello en un sanguinolento primer plano o la directamente estúpida pelea final en la que una flecha servirá para ventilarse a semejante aberración). Y es una lástima porque el inicio hace esperar lo mejor y la propuesta se sostiene aceptablemente durante su primera hora de planteamiento en la que la solvencia narrativa, el gusto estético y la gradación del misterio avanzan siempre (o casi) en la dirección correcta.

La secuencia de apertura resulta ejemplar ya que incorpora condensadas todas las (pocas) virtudes de la película: se inicia con unas luces proyectadas en medio del bosque (un detalle que repetirá a modo de ojos vigilantes) que descubriremos son una partida que buscan algo que desconocemos. Los perros corren tan enloquecidos tras un rastro que se precipitan por un barranco quedando colgados de las cuerdas. Se oyen forcejeos y gruñidos aterradores. Los hombres bajan y comienzan los gritos. El último de ellos cae y queda medio suspendido. Con la linterna del casco ilumina la escena: perros y hombres están destrozados. Sobre la luz se abalanza una figura y el casco queda flotando en el agua. El director introduce entonces el más bello (y a la vez efectivo) recurso visual de la película: el plano nocturno del casco flotante es encadenado con una panorámica diurna sobre el río con los cuerpos desmembrados sobre las piedras; entonces, la cámara sube y flota acompañada de una incongruente música de violonchelo que subraya el hórrido lirismo de la presentación de la violencia enmarcada en un paisaje de exuberancia natural. Algo que se repetirá durante el fulminante ataque a los campistas, culminado por la salvajemente hermosa muerte partido en dos uno de ellos. Dentro de su saco de dormir, despedazado por los aires mientras las plumas caen en hipnótica cámara lenta.

Para redondear este soberbio inicio Frankenheimer introduce un segundo prólogo que sirve como presentación de los protagonistas (la mentada Talia Shire y el Chase Gioberti televisivo, Robert Foxworth), y lo hace mediante la música que suena en el final de la matanza, convertida de extradiegética, en diegética (y volviendo a echar mano de la desusada elegancia del encadenado para prefigurar la tragedia) al enlazar con Maggie (Shire) tocando ese mismo violonchelo en pleno concierto. En una breve conversación se nos informa que está embarazada (un centro dramático nunca bien explotado cuando debería haber sido uno de los puntos fuertes, al afectar a los fetos el mercurio que envenena las aguas del idílico paraje de Maine) y que su marido no quiere tener hijos. Sin perder tiempo (pero pasando antes por una manifestación india, otro breve avance)) encontraremos a Rob (Foxworth) atendiendo a un bebé mordido por las ratas en un deprimido barrio negro. La razón de porqué no quiere trae más niños al mundo nos ha quedado clara. La escena finaliza con el encargo de ir a verificar las denuncias de un poblado nativo acerca de una papelera industrial. En apenas quince minutos Frankenheimer da un verdadero recital de fluidez, precisión, síntesis y estilo; lo malo es que casi termina aquí. Y digo casi porque todavía quedan buenas ideas (el pato tragado por el agua que adelanta parte del clímax final, la violenta pelea por un camino cortado que sirve para conocer al heroico personaje que interpreta con su acostumbrada intensidad Armand Assante,…) y un pulso que se resiste a decaer pese a obviedades tan flagrantes como la grosera caracterización del jefe de la fábrica, interpretado por  el excelente secundario Richard Dysart, a quien solo le falta llevar un cartel de culpable colgando de la frente.

El fracaso económico de Profecía maldita resulta, por tanto, fácilmente entendible: la película llegaba en medio de una saturación temática; sus elementos novedosos no estaban bien explotados; la denuncia era superficial, y el film terminaba por naufragar entre la aceleración y la rutina aunque, eso sí, dejaba la puerta abierta a una continuación que nunca llegaría a concretarse. Aun así, lo que no es tan fácil de comprender es el malditismo y la casi invisibilidad (aunque inopinadamente su huella se deja ver en la simpática aunque desaprovechada cinta surcoreana The Host, realizada por el estimulante Bong Joong-ho en 2006) a la que ha quedado reducido porque con todos sus fallos e insuficiencias el film no es peor que otros muchos. Al menos, el film que cerraría una década titubeante por parte de Frankenheimer intenta aportar una mirada autoral a una moda cinematográfica a la que el director se vio abocado más por necesidad que por convencimiento.

(1)  Por mucho que Francisco Javier Urkijo lo niegue en su entusiasta e incompleta monografía para Cátedra (John Frankenheimer. Madrid. 2006)

 

FichaFilm.asp?IdPelicula=22&IdPerson=15894

Una fugaz imagen de Toshiro Mifune en un monitor de televisión durante el asalto final simboliza a la perfección la dualidad modernidad/tradición que es el «tuétano» de El reto del samurai, un muy minusvalorado título del decaído John Frankenheimer de los 80. Una década especialmente difícil para el director neoyorquino pero en la que, contra todo pronóstico y cualquier apariencia, logró introducir sus temáticas e intereses personales en películas bien poco lustrosas en origen como esta misma. Una cinta tristemente olvidada pero que resulta vista hoy la mejor intentona del autor por no ser engullido por la maquinaria de un Hollywood —algo que óbviamente no logró, puesto que cuando este film se estrenó su, aparente, temática marcial ya no interesaba a nadie— que solo le reservaba empeños cada vez menores. Esta situación provocó, una vez más, que Frankenheimer volviera su vista a la televisión en la que empezó y que sería su salvación, profesional y vital en el futuro 1994 con Contra el muro, una producción de la justamente mítica HBO; igualmente la cadena que había financiado el trabajo inmediatamente anterior a El reto del samurái, una adaptación de The Rainmaker, obra teatral de N. Richard Nash que ya había sido llevada la cine en el año 1959 por Joseph Anthony al servicio nada menos que de Katharine Hepburn y Burt Lancaster(1), el actor más recurrente en la filmografía de Frankenheimer.

   El reto del samurai nace entonces sin mayor ambición que suponer una especie de exploit desubicado y tardío de la fiebre marcial en general y del extraordinario Yakuza (1975) de Sydney Pollack en particular, aunque tomando unos referentes estéticos/temáticos algo diferentes. Mientras el film de Pollack era una «americanizacion» del yakuza-eiga de acuerdo con su variante del nynkio-eiga, (literalmente películas de caballeros que perpetuaban una visión romántica del forajido y que en la época ya habían sido barridas por la brutal pujanza del jitsuroku-eiga, relatos desesperados y rabiosos basados en la crónica de sucesos y con las que Kinji Fukasaku cambiaría el género al completo), y de las cuales utiliza a su actor más representativo, el gran Ken Takakura. John Frankenheimer, por su parte, toma otro género profundamente japonés (e igualmente codificado) para esta aclimatación: el chambara.

Así, Frankenheimer rescata a dos interpretes clave del género (2), Toshiro Mifune —quien comparece con un aspecto que parece directamente importado del Barbarroja (1965) de Akira Kurosawa— y Atsuo Nakamura, una actor espléndido,  célebre por al serie televisiva La frontera azul, que aquí interpreta al hermano ambicioso y malvado, un gran empresario representante del progreso tecnológico y que alcanzó cierta celebridad en España con la serie televisiva La fontera azul (1977). Pero el cineasta norteamericano no se limita a esta cita reverencial sino que la dirección está encaminada a contrastar los diferentes estilos/necesidades de una cinta de acción contemporánea norteamericana (el emplea de su habitual estilo vigoroso y callejero en momentos como la persecución en el mercado de pescado) con la reinterpretación iconográfica del género nipón al que se refiere (el robo de la espada visualizado a través de las sombras que provoca el contraluz de la puerta de papel de arroz, en la que el protagonista encarnado por Scott Glenn se humilla finalmente reconociendo así a su maestro), en un choque cultural que es por igual el del protagonista (un Glenn tan competente como de costumbre) y el de una dirección que asume totalmente el punto de vista de éste y su experiencia vital, ese progresivo conocimiento/integración en una cultura que impacta frontalmente contra una visión del mundo más prosaica, en perfecta correspondencia con la evolución/«japonesización» del film y su estética.

De tal manera la puesta en escena responde integrando con singular fortuna este descubrimiento de unas formas nuevas con esa otra estructura dual (similar, por ejemplo, a la empleada en Orgullo de estirpe) que mencionaba al principio y que es el centro dramático de la película. Se trata, pues, de una batalla entre dos hermanos que adquiere proporciones de leyenda al simbolizar cada uno de ellos dos órdenes antagónicos: la tradición y la modernidad. Aunque, como el yin y el yan cada cual tenga su porción del otro en el interior, uno su guía como contacto con el universo contemporáneo, el otro la espada como camino hacia lo milenario.

Todo el film gira entorno a este tema principal hasta desembocar en un tercio final (y más concretamente en un soberbio clímax) que comprende el asalto de los personajes encarnados por Mifune y Glenn a la fortaleza hipertecnificada de Nakamura (por el contrario la casa-escuela de su hermano mayor responde a la limpieza arquitectónica de la típica villa del país) que resume todas las virtudes e intenciones del planteamiento. Esta larga escena (que además está planteada en contraposición a una anterior que se desarrolla en un bosque otoñal enfrentando desigualmente espadas y pistolas) condensa esa batalla a todos los niveles que el resto del film plantea. O que más bien Frankenheimer se arregla para colocar en primer término, rescatando así el punto de verdadero interés en un guión mediocre (coescrito por el luego prestigioso director independiente John Sayles) y lo hace de un modo que cumple por igual con esos dos géneros que trata, la acción y el chambara, convocados alternativamente por la planificación y por la misma presencia de los actores, con la singular fuerza de ese Toshiro Mifune armado con un arco y una katana y vestido tal que si hubiera sido transplantado directamente desde otra época y otros parámetros cinematográficos. Una bella dialéctica de la imagen que hermana vigor y reflexión sin levantar nunca la voz. En ese sentido, el doble duelo final resulta ejemplar (y magistral): el enfrentamiento entre los dos hermanos, ambos vestidos como samuráis en medio de una oficina resulta ser una imagen de extrañamiento anacrónico genial y todo el combate está planificado y coreografiado(3) al modo oriental —tomas largas, movimientos fugaces, sensación de ritualismo… para lo que resulta básico la presencia icónica y la gestualidad de dos actores nacidos para llevar una espada— pero cuando Toru Yoshida (Mifune) es herido de bala y Rick (Glenn) tiene que sustituirle la pelea se vuelve una demostración de anárquica barbarie e improvisación callejera (la utilización de una grapadora como arma) con una cámara y un montaje frenéticos repleto de tomas inclinadas y carreras entre el mobiliario. Una conclusión en la que, definitivamente, el protagonista abraza el giri de la obligación moral frente al ninjo hacia el que le inclinaba su voluntad de superviviente, los dos conceptos básicos y siempre en lucha de la cultura nipona a los que a estas alturas también se acogía Frankenheimer, debatiéndose entre el cine que debía hacer y el cine que quería hacer.

 (1)  Para esta segunda ocasión el director pudo contar con un reparto verdaderamente lujoso que unía a secundarios como Lonny Chapman o John Cromwell con un joven Tommy Lee Jones o la siempre magnética Tuesday Weld, una actriz maravillosa a la que recuperaba desde su extraordinaria Yo vigilo el camino de 1970, en los papeles de un embaucador “hacedor de lluvia” y una solterona a la que enamora.

 (2)  A modo de curiosidad cabe señalar que esta película reúne a tres del los siete samuráis originales: Toshiro Mifune, Yoshio Inaba y Seiji Miyaguchi

(3) Cabe reseñar que nada menos que Steven Seagal participa en el film en calidad de especialista, coreógrafo, etc…