Recicla que te recicla por culpa (gracias a) diversos trabajillos de distinta índole -en la barra lateral se puede ver el cartel de un ciclo dedicado a Clint Eastwood que organiza a lo largo de Noviembre el Centro de Interpretación del Cine de Asturias, el CICA para los amigos y vecinos, en el cual tengo el placer de participar con una conferencia- , le toca turno a un tríptico publicado en su día en el portal Cine Archivo con motivo de un especial sobre John Frankenheimer: Orgullo de estirpe, un excelente relato de aventuras metafísicas, Profecía maldita, horror ecologista a la moda que ahora se re-edita en DVD y El reto del samurai, una curiosa apropiación en clave action-movie de los códigos ético-genéricos japoneses. Tres títulos a cada cual más olvidado, de dispareja calidad pero todas con su interés particular:
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Pese a que John Frankenheimer es hoy en día un director reconocido y valorado (gracias principalmente a su sorprendente resurrección a finales de los noventa con la ejemplar Ronin) su filmografía sigue presentando unos cuantos puntos oscuros, zonas de sombra en las que, paradójicamente, vive lo mejor de su carrera o, al menos, lo más complejo e insobornable. Uno de esos «territorios» se localiza a principios de la década de los 70, la época del trasvase de poderes en Hollywood con la llegada de un nuevo grupo de sultanes a la Meca del cine para dominarla durante una asombrosa década de moteros tranquilos y toros salvajes(1) que, en cierta medida, orillaron a las generaciones anteriores, la de la «televisión» y la de la «violencia». Aunque curiosamente esto repercutió en que muchos de esos directores entregaron sus obras más
Resulta todavía asombroso y un ejemplo perfecto de esa maquinaria de la absurdidad que era/es/será Hollywood, que la Columbiadiera luz verde a semejante proyecto, una película que llevaba escrito suicida en la bobinas. Si todo lo que rodeó la gestación y desarrollo del film (rodaje en Afganistán, y parcialmente en Almería, guión anticomercial del blacklisted Dalton Trumbo, falta de figuras rompetaquillas que compensaran, alto presupuesto,….) solo puede calificarse de insólita conjunción «estelar», lo que siguió ya entra en el cauce de lo previsible. Y es que en medio del rodaje la major ya se desentendió del asunto; nadie sabía nada y nadie estaba dispuesto a cargar con aquello. El resultado, pues, fue una película «muerta» antes de comenzar la carrera comercial. Estrenada de tapadillo fracasó estrepitosa e ineludiblemente, tanto
Orgullo de estirpe en sí tiene su origen en el impacto que sobre Frankenheimer causó la contemplación en directo de un buzkashi (una impresionante batalla hípica consistente en llevar el cuerpo de un carnero a un punto determinado sin mayores reglas, ni de tiempo, ni de recursos) en el mismo Afaganistán. De tal manera que el cineasta neoyorquino se decidió a buscar una historia que reflejara la anacrónica bárbara belleza de un país medievalizado y conservado en algún tipo de ámbar. La novela de Joseph Keller (2), The Horsemen (un título bellísimo que podría traducirse como «Los hombres caballo» y que tiene el tono apropiadamente mítico del que carece el
Este carácter está subrayado por apuntes tan acertados como las narraciones que puntean la trama (especialmente brillante la del escriba ciego que toma nota de la cesión del magnífico caballo a sus sirviente en caso de muerte y cuenta su propia historia análoga a esta) o las simbólicas apariciones del nómada del carnero mochado («un jinete con una sola pierna puede hacer lo mismo que un carnero con un solo cuerno») que prefigura la futura pérdida definitiva de la pierna por parte del protagonista. Una amputación que será la que redondee su propia conversión en mito y en hombre separado/diferenciado finalmente de su padre
(1) Moteros tranquilos, toros salvajes. La generación que cambió Hollywood, Peter Biskin. Editorial Anagrama. Barcelona, 2004.
(2) Muy recomendable el excelente dossier que Tomás Fernández-Valentí le dedicó en la revista Dirigido por..en Noviembre del año 2000 (nº 295, pags. 48-71) en el que destaca el excelente texto sobre esta película, desmenuzándola con su habitual sencillez expresiva y sagacidad analítica, tanta que deja difícil aportar algo original.
(3) Autor que ya había sido adaptado, nada menos que por Luis Buñuel en Belle de jour (1966) o por Jean-Pierre Melville en El ejercito de las sombras (1969).
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Tras el inesperado fracaso económico (1) que supuso una producción del calibre de la bien reivindicable Domingo Negro en 1977 (vigoroso superthriller que superaba su endeble base de best-seller de temporada en virtud de una narrativa vertiginosa y una aspereza visual de teleobjetivo y urgencia, que en muchos aspectos fue vampirizada por Steven Spielberg en la espléndida Munich de 2005), John Frankenheimer volvía encontrarse en situación inestable en el seno de una industria que anteriormente ya le había rechazado en similares circunstancias. En esta ocasión, con un agravante: un alcoholismo nacido de la frustración que le estaba causando el devenir de su carrera, según sus propias palabras. Un problema personal que afectó
Pero el título que comparte más rasgos con este Profecía Maldita, pese a sus diferencias tanto tonales como de resultados es otra película de la época: Lobos humanos. El único film de ficción dirigido por el montador y documentalista Michael Wadleigh y que igual que el aquí reseñado incorpora al ecologismo y al terror, ese componente de denuncia y sobre todo ese recurso a la mitología (y a la problemática) india. Se toma., pues, el rico sustrato nativoamericano y la pulsión trágica que late en su devenir histórico como perfecto marco para enfrentar lo antiguo y lo moderno en cuanto a conceptos vitales, místicos y estéticos. Desgraciadamente donde Wadleigh triunfa al fusionar a la perfección las necesidades de resolver un film de género (el de hombres-lobo), renovado desde planteamientos abiertamente simbólicos, Frankenheimer fracasa. Principalmente por olvidar las jugosas posibilidades sobrenaturales y el imaginario indio en beneficio de las explicaciones racionales y la acción ramplona. Todo se le va de las manos en un tercio final burdo: el/los ataque/s
La secuencia de apertura resulta ejemplar ya que incorpora condensadas todas las (pocas) virtudes de la película: se inicia con unas luces proyectadas en medio del bosque (un detalle que repetirá a modo de ojos vigilantes) que descubriremos son una partida que buscan algo que desconocemos. Los perros corren tan enloquecidos tras un rastro que se precipitan por un barranco quedando colgados de las cuerdas. Se oyen forcejeos y gruñidos aterradores. Los hombres bajan y comienzan los gritos. El último de ellos cae y queda medio suspendido. Con la linterna del casco ilumina la escena: perros y hombres están destrozados. Sobre la luz se abalanza una figura y el casco queda flotando en el agua. El director introduce entonces el más bello (y a la vez efectivo) recurso visual de la película: el plano nocturno del casco flotante es encadenado con una panorámica diurna sobre el río con los cuerpos desmembrados sobre las piedras; entonces, la cámara sube y flota acompañada de una incongruente música de violonchelo que subraya el hórrido lirismo de la presentación de la violencia enmarcada en un paisaje de exuberancia natural. Algo que se repetirá
Para redondear este soberbio inicio Frankenheimer introduce un segundo prólogo que sirve como presentación de los protagonistas (la mentada Talia Shire y el Chase Gioberti televisivo, Robert Foxworth), y lo hace mediante la música que suena en el final de la matanza, convertida de extradiegética, en diegética (y volviendo a echar mano de la desusada elegancia del encadenado para prefigurar la tragedia) al enlazar con Maggie (Shire) tocando ese mismo violonchelo en pleno concierto. En una breve conversación se nos informa que está embarazada (un centro dramático nunca bien explotado cuando debería haber sido uno de los puntos fuertes, al
El fracaso económico de Profecía maldita resulta, por tanto, fácilmente entendible: la película llegaba en medio de una saturación temática; sus elementos novedosos no estaban bien explotados; la denuncia era superficial, y el film terminaba por naufragar entre la aceleración y la rutina aunque, eso sí, dejaba la puerta abierta a una continuación que nunca llegaría a concretarse. Aun así, lo que no es tan fácil de comprender es el malditismo y la casi invisibilidad (aunque inopinadamente su huella se deja ver en la simpática aunque desaprovechada cinta surcoreana The Host, realizada por el estimulante Bong Joong-ho en 2006) a la que ha quedado reducido porque con todos sus fallos e insuficiencias el film no es peor que otros muchos. Al menos, el film que cerraría una década titubeante por parte de Frankenheimer intenta aportar una mirada autoral a una moda cinematográfica a la que el director se vio abocado más por necesidad que por convencimiento.
(1) Por mucho que Francisco Javier Urkijo lo niegue en su entusiasta e incompleta monografía para Cátedra (John Frankenheimer. Madrid. 2006)
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Una fugaz imagen de Toshiro Mifune en un monitor de televisión durante el asalto final simboliza a la perfección la dualidad modernidad/tradición que es el «tuétano» de El reto del samurai, un muy minusvalorado título del decaído John Frankenheimer de los 80. Una década especialmente difícil para el director neoyorquino pero en la que, contra todo pronóstico y cualquier apariencia, logró introducir sus temáticas e intereses personales en películas bien poco lustrosas en origen como esta misma. Una cinta tristemente olvidada pero que resulta vista hoy la mejor intentona del autor por no ser engullido por la maquinaria de un Hollywood —algo que óbviamente no logró, puesto que cuando este film se estrenó su, aparente, temática marcial ya no interesaba a nadie— que solo le reservaba empeños cada vez menores. Esta situación provocó, una vez más, que Frankenheimer volviera su vista a la televisión en la que empezó y que sería su salvación, profesional y vital en el futuro 1994 con Contra el muro, una
El reto del samurai nace entonces sin mayor ambición que suponer una especie de exploit desubicado y tardío de la fiebre marcial en general y del extraordinario Yakuza (1975) de Sydney Pollack en particular, aunque tomando unos referentes estéticos/temáticos algo diferentes. Mientras el film de Pollack era una «americanizacion» del yakuza-eiga de acuerdo con su variante del nynkio-eiga, (literalmente películas de caballeros que perpetuaban una visión romántica del forajido y que en la época ya habían sido barridas por la brutal pujanza del jitsuroku-eiga, relatos desesperados y rabiosos basados en la crónica de sucesos y con las que Kinji Fukasaku cambiaría el género al completo), y de las cuales utiliza a su actor más representativo, el gran Ken
Así, Frankenheimer rescata a dos interpretes clave del género (2), Toshiro Mifune —quien comparece con un aspecto que parece directamente importado del Barbarroja (1965) de Akira Kurosawa— y Atsuo Nakamura, una actor espléndido, célebre por al serie televisiva La frontera azul, que aquí interpreta al hermano ambicioso y malvado, un gran empresario representante del progreso tecnológico y que alcanzó cierta celebridad en España con la serie televisiva La fontera azul (1977). Pero el cineasta norteamericano no se limita a esta cita reverencial sino que la dirección está encaminada a contrastar los diferentes estilos/necesidades de una cinta de acción contemporánea norteamericana (el emplea de su habitual estilo vigoroso y callejero en momentos como la persecución en el mercado de pescado) con la reinterpretación iconográfica del género nipón al que se refiere (el robo de la espada visualizado a través de las sombras que provoca el contraluz de la puerta de papel de arroz, en la que el protagonista encarnado por Scott Glenn se humilla finalmente reconociendo así a su maestro), en un choque cultural que es por igual el del protagonista (un Glenn tan competente como de costumbre) y el de una dirección que asume
De tal manera la puesta en escena responde integrando con singular fortuna este descubrimiento de unas formas nuevas con esa otra estructura dual (similar, por ejemplo, a la empleada en Orgullo de estirpe) que mencionaba al principio y que es el centro dramático de la película. Se trata, pues, de una batalla entre dos hermanos que adquiere proporciones de leyenda al simbolizar cada uno de ellos dos órdenes antagónicos: la tradición y la modernidad. Aunque, como el yin y el yan cada cual tenga su porción del otro en el interior, uno su guía como contacto con el universo contemporáneo, el otro la espada como camino hacia lo milenario.
Todo el film gira entorno a este tema principal hasta desembocar en un tercio final (y más concretamente en un soberbio clímax) que comprende el asalto de los personajes encarnados por Mifune y Glenn a la fortaleza hipertecnificada de Nakamura (por el contrario la casa-escuela de su hermano mayor responde a la limpieza arquitectónica de la típica villa del país) que resume todas las virtudes e intenciones del planteamiento. Esta larga escena (que además está planteada
(1) Para esta segunda ocasión el director pudo contar con un reparto verdaderamente lujoso que unía a secundarios como Lonny Chapman o John Cromwell con un joven Tommy Lee Jones o la siempre magnética Tuesday Weld, una actriz maravillosa a la que recuperaba desde su extraordinaria Yo vigilo el camino de 1970, en los papeles de un embaucador “hacedor de lluvia” y una solterona a la que enamora.
(2) A modo de curiosidad cabe señalar que esta película reúne a tres del los siete samuráis originales: Toshiro Mifune, Yoshio Inaba y Seiji Miyaguchi
(3) Cabe reseñar que nada menos que Steven Seagal participa en el film en calidad de especialista, coreógrafo, etc…