La prensa de su tiempo le llamó La Bruja de Wall Street, para el Guinness de los récords y nosotros, Hetty simplemente fue La Avara, eso sí, la más grande de la historia.
Henrietta Howland Robinson parece desafiar, desde su historia y/o leyenda, a ese clásico personaje que capturó la atención de escritores y poetas desde tiempos inmemoriales: el avaro.
Mezquina, codiciosa, suspicaz, obsesiva y neurótica, Hetty aparece como la suma de todos los personajes literarios. Con algunos ajustes, pudo estar cómoda en la Aulularia de Plauto, en las fábulas de Esopo y La Fontaine; hubiera sido una interesante Shylock para Shakespeare o una Silas Marner para Eliot; quizás Molière la hubiera inmortalizado en cinco actos y tal vez Dickens hubiera condenado a esta inefable mujer a padecer la Navidad en el pellejo de Ebenezer Scrooge. ¿Quién sabe?
Hetty vino al mundo el 21 de noviembre de 1834, en New Bedford, Massachusetts, en el seno de una familia de cuáqueros dedicados a la caza de ballenas. La frágil salud de su madre y la decepción del padre, que esperaba un heredero varón, determinaron que la niña pasara la mayor parte de su infancia en la casa de sus abuelos. Allí no hubo mimos, juegos ni indulgencias y las primeras lecturas de Hetty fueron muy diferentes a los cuentos de hadas y princesas. Todos los días y por largas horas, Hetty leía las páginas financieras de New York y Boston para su abuelo, un próspero comerciante casi ciego, y aprendía junto a él, paso a paso, los secretos del dinero. Tan buena resultó esa educación que a los ocho años administraba su propia caja de ahorros, a los 13 ya tenía la responsabilidad contable de los gastos domésticos de la casa y a los quince, sabía más de acciones y bonos que la mayoría de los businessmen de su tiempo.
Su padre, Edward Robinson, conocido como un despiadado hombre de negocios, notó finalmente el talento de su retoño y comenzó a compartir y discutir con ella los tratos y operaciones que cerraba y algunos trucos del oficio. Cuando Hetty cumplió 20 años y la familia hacía planes para presentarla a la sociedad de Boston y New York, papá Robinson le regaló la colosal suma de 1200 dólares para que comprara un vestuario digno. La muchacha, en lugar de emperifollarse, tomó el dinero y lo invirtió en la bolsa con excelentes ganancias, demostrando a propios y ajenos que esta hija y nieta de tigres, estaba lista para salir al ruedo de los negocios. Sin embargo debió esperar una década para entrar en acción.
Edward Robinson manejó hasta el último minuto de su vida la fortuna familiar y cuando falleció, en 1864, su hija heredó 7,5 millones de dólares (unos USD 120 millones en la actualidad) más un plus: la paranoia paterna. Apenas unos meses después, el dinero siguió llegando (¿o lloviendo?) a la vida de esta mujer de 30 años, con otra herencia, la de una tía rica y tacaña que sólo le legó 2 millones de dólares, después de prometerle el doble. Hetty desafió la validez del testamento en la corte y terminó envuelta en un revoltijo legal, el primero de los muchos que tendría en su vida.
A partir de entonces, la mujer se dedicó a lo que mejor sabía hacer: negocios. Llegó a Wall Street armada con la máxima familiar: “comprar barato y vender caro” y con su tremendo capital como base se sumergió en el mundo de las finanzas. Contra todos los consejos familiares invirtió en bonos de guerra (2) obtuvo pingües ganancias y siguió invirtiendo con una clarividencia formidable en negocios que otros desechaban por inviables. A contramano de los tiempos, en cada pánico financiero y cuando todos corrían, Hetty compraba bonos y bienes raíces a precios irrisorios y prestaba dinero a banqueros desesperados. Cuando los mercados se recuperaban, la mujer multiplicaba varias veces su inversión.
Su genio, según dicen, fue adelantarse más de un siglo por delante de su tiempo, comprando sobre todo hipotecas…
A la pregunta de los periodistas intrigados por su destreza financiera, respondía con sencillez: “Yo compro las cosas cuando tienen precios bajos y nadie las quiere, las guardo hasta que su precio sube nuevamente y la gente esté ansiosa por adquirirlas”/“Nunca compro nada para mí. Todo lo que tengo tiene un precio. Y cuando me ofrecen ese precio, vendo”.
Disciplinada en extremo, Hetty fue creciendo a pasos agigantados en Wall Street hasta convertirse en su Bruja y leyenda. Hasta sus competidores comerciales y masculinos reconocían que esta mujer había ayudado a mantener New York a flote más de una vez, por un módico precio,por supuesto. Ella podía ser tan despiadada y litigiosa como cualquiera de sus colegas y lo demostró en infinidad de oportunidades, como cuando ejecutó la hipoteca de una iglesia que se había atrasado en el pago de sus préstamos y el pastor le dijo que corría peligro de no entrar en el cielo; Hetty le pidió que orara por ella…en otro lugar. Mientras los popes de las finanzas construían lujosas mansiones y donaban gruesas sumas a la caridad, Hetty ni se inmutaba. Los verbos “derrochar” y “dar” no estaban en su diccionario. “Mi padre me dijo que nunca debíamos dar a nadie, ni siquiera en un acto de bondad” Para 1890 su nombre ya era sinónimo de “avara” en los Estados Unidos.
Se cuenta que el único error de cálculo en toda su vida, fue casarse con Edward Henry Green, prominente hombre de negocios que antes de decir te quiero y pronunciar la palabra matrimonio, se vio obligado a firmar un acuerdo pre-nupcial para mantener las respectivas fortunas estrictamente separadas. Hetty tuvo dos hijos con él –Edward y Sylvia- y una relación muy conflictiva, el resultado de juntar un derrochador con una avara. No sabemos si alguna vez fueron felices, pero es casi seguro que no comieron perdices…Y cuando Green perdió gran parte de su dinero en el mercado de valores, Hetty lo abandonó y se fue con sus dos hijos a New York.
Los próximos años y mientras la fortuna de la mujer seguía creciendo sin parar, madre e hijos vivieron en diferentes pisos baratos sin calefacción ni agua caliente o habitaciones amuebladas que no superaban los USD 22 mensuales para no pagar impuestos. El confort era un lujo prohibido en todas sus formas y la ruindad de Hetty parecía no tener límites, desde buscar una noche entera una estampilla perdida de dos centavos, a recorrer miles de kilómetros para cobrar una deuda de pocos dólares. Una amarga anécdota –no confirmada- dice que cuando su hijo se lastimó una pierna, Hetty lo llevó a un hospital para pobres y el niño terminó perdiendo este miembro. Por su lado ella padeció una dolorosa hernia por veinte años, sin decidirse a pagar los USD 150 que costaba la cirugía…
Hacia 1907 y después de la caída de la bolsa, J.P. Morgan llamó a una reunión de líderes financieros de New York para salvar a los bancos y Hetty Green no sólo fue la única mujer en la habitación, también fue la que firmó el cheque más grande
La Avara, esa viejita arrugada y sucia que falleció de apoplejía el 3 de julio de 1916 a los 81 años, dejó a sus hijos una fortuna cercana a los 17.000 millones de dólares. Sabemos que sus restos mortales fueron enterrados en Vermont, junto al marido, pero de su alma no tenemos noticias. Algunos presumen que la Justicia Poética la condenó al Infierno de Dante y aún sigue allí, en el Cuarto Círculo, empujando el peso más grande, por toda la eternidad.
(1) La élite neoyorquina estaba constituida fundamentalmente por holandeses e ingleses que hicieron fortuna y participaron en la independencia estadounidense.
Fuentes:
. James, Edward T. Notable American Women 1607-1950. Harvard University Press, 1971. Pág. 82
. Peffer, Randall. Logs of the Dead Pirates Society: A Schooner Adventure Around Buzzards Bay. Sheridan House, Inc., 2000. Pág. 53
. ABC-Clio ebook, Leavitt, Judith A.American Women Managers and Administrators: A Selective Biographical Dictionary of Twentieth-Century Leaders in Business, Education and Government.Greenwood Publishing Group, 1985. Pág. 93
. Sparkes, Boyden and Samuel T. Moore. "The Witch of Wall Street", Doubleday, Doran & Company, 1935.
. Wikipedia: enlaces en texto
Imágenes: Internet