(JCR)
He pasado los últimos días de mi reciente viaje a África en Kampala, la capital de Uganda. Aparte del hecho de haber vivido en este país 20 años, es un lugar en el que durante los últimos
Siempre me ha gustado caminar, y si tengo el tiempo suficiente no me desagrada hacerlo para desplazarme de un lugar a otro, sobre todo si el tiempo acompaña. Además, a una persona como yo, con algunos kilos de más, no le viene mal seguir el viejo sistema de "mucha suela y poca cazuela". Pero ir a pie puede convertirse en una experiencia poco agradable por la mayor parte de las ciudades africanas. Aparte de algunas pocas calles céntricas, es raro que los barrios de cualquier urbe de África tengan aceras dignas de este nombre, y cuando por casualidad existen suelen estar invadidas por improvisados mercadillos o coches aparcados allí, lo que obliga a bajarse de lo que se convierte en una pista de obstáculos para circular por la calzada, con el consiguiente riesgo de ser golpeado por un coche o una moto. Recuerdo que durante el último año que pasé en Kampala (2007) las estadísticas de la policía de tráfico ugandesa hablaban de algo más de 20 peatones muertos cada mes como consecuencia de un atropello, más los que resultan heridos de distinta consideración. Como para andar sin precauciones. En la mayor parte de los barrios que me pateo en Kampala, con sus atajos y vericuetos, las calzadas están además jalonadas por zanjas, baches que cuando están cubiertos de agua no revelan su peligrosa profundidad, barrizales, montones de basura y –atención a los que se muevan de noche- alcantarillas abiertas.
Siempre me he preguntado por qué las ciudades africanas parecen estar pensadas para los coches, pero no para los peatones, a pesar de que son muchísimas más las personas que en África se mueven a pie que en cualquier medio de transporte, sobre todo por la falta de medios económicos. Javier Reverte, en su libro “Los Caminos Perdidos de África” ofrece una explicación algo sarcástica pero que tiene su punto de dar en el clavo. Viene a decir que parece que han sido construidas con la mentalidad de quien compara el valor de un vehículo y de una persona y parece pensar que, después de todo, para comprar un coche en África se pasa uno toda la vida trabajando y en cambio un ser humano se hace en un pispás y en cuanto viene una malaria o un guerra se muere en un santiamén. De los 14 países africanos en los que estado por distintas razones, sólo conozco dos ciudades por las que se puede caminar sin problemas por buenas aceras: Asmara, en Eritrea (que parece un pueblecito italiano de hace 50 años), y Accra, en Ghana.
Pero no es sólo la falta de aceras el principal peligro para viandantes en cualquier ciudad de África. Cuando se trata de cruzar una calle uno se encuentra con que no hay semáforos. En Kampala, ciudad de un millón y medio de habitantes, creo haber contado tres o cuatro cruces donde hay semáforos, y no siempre funcionan. En los demás sitios uno tiene la impresión de que para cruzar al otro lado de una vía pública hay que haber recibido por lo menos un entrenamiento militar de tropas de élite y hay que andarse con mil cuidados si no quiere uno terminar por dar con sus huesos en el carcomido asfalto. Me da pena sobre todo cuando veo a niños o a madres cargadas de fardos jugarse la vida intentando esquivar a coches cuyos conductores parecen poner muy poco cuidado en respetar a los sufridos peatones.
Así que cuando vuelvo a España, deshago la maleta y mi mujer contempla mis tres o cuatro pares de pantalones llenos de barro por todos sus rincones, antes de meterlos en la lavadora me mira de arriba abajo y me pregunta: “Pero ¿de dónde vienes?” Y como resulta que ella misma es de Uganda, yo meneo la cabeza y le respondo also así como : “!Parece mentira que seas tú la que me hace esa pregunta!”