La arqueología, una disciplina tan atractiva como desconocida por la mayor parte de la sociedad, es una aventura en si misma que llena de obstáculos a aquellos atrevidos que abanderados por la vocación son lo suficientemente valientes como para caminar por su senda. Una vida ciertamente de “puta por rastrojos” que pone a prueba a cualquiera.
Todo comienza cuando al niño de cinco años le llevan al cine a ver Indiana Jones y el Arca Perdida (que menos mal que no le llevan a ver el Silencio de los Corderos) y sale diciendo a la par que hace movimientos con un látigo ficticio: “¡yo quieo se asqueologo mamá!”. Recuerden que son los años ochenta ¡España se abre al mundo! Nuestros padres pensaban que, al contrario que ellos, nosotros podríamos tener todas las oportunidades del mundo y triunfar eligiendo la profesión que quisiéramos.
Así, a finales de esta década, en muchos países, la carrera de arqueología (en España subyugada a la de Historia) experimentó un crecimiento considerable de estudiantes debido a las películas del tío del sombrero. Es más, el Instituto de Arqueología del University College de Londres –de los más prestigiosos del mundo mundial- fue reinaugurado por el mismísimo Harrison Ford. Y, años después, la Universidad de Southampton publicitaba su grado de arqueología con folletos en los que aparecía el susodicho arqueólogo y una tremendísima Angelina Jolie ataviada a lo Lara Croft (lo cual me convenció para pasar un año de mi vida en dicha universidad, obviamente).
Con el tiempo, ese niño llega a la universidad, hace la carrera de arqueología, se especializa, luego se híper-especializa y ¡ale! a buscar trabajo. Y aquí llega la verdadera aventura señores. Un mundo nuevo lleno de incertidumbres, supervivencia, peligros, mujeres fatales, viajes a lugares desconocidos, y animales depredadores que amenazan con arrebatarte la vocación y el futuro... ¡una auténtica película! Y es que, las salidas que un arqueólogo tiene al acabar su carrera en nuestro querido país son, básicamente, las mismas en las que estaba dividida la economía nacional, cuando todavía teníamos de eso. Es decir que te hacías funcionario, te dedicabas a la construcción, o muchas gracias y váyase usted fuera.
Si uno quería tener una posición estable dentro del mundo académico o en museos, no le quedaba otra que prepararse una tremenda oposición y, después de quizá varios años, conseguiría una plaza en alguna universidad o institución museística. Además, nuestro sistema es tan maravilloso que antes de que llegaras al museo especializado en tu materia, podías recalar en el Museo del Libro Invisible de tía Juana o, si me pones, en el de la Historia de la campana sorda de Teruel simplemente por lo que viene siendo “turismo” administrativo. Eso era, claro está, cuando había oportunidades. Ahora directamente no las hay.
Si, por el contrario, querías probar fortuna y dedicarte al mundo privado para estudiar, analizar e intentar preservar todos aquellos restos susceptibles de ser dañados por alguna obra que conlleve remoción de tierras o fondos marinos tu vida se convertía en un tremendo Plan E del gobierno español. Es decir, estabas por todos sitios sin estar en ninguno en concreto, trabajabas por cortos periodos de tiempo y el dinero que ganabas era un mero parche para pagar deudas anteriores o, con suerte, servía para ahorrar y mantenerte a flote hasta que saliera el próximo planazo.
Luego está la opción de largarse del país, a la cual, sin quererlo ni beberlo, me he visto forzado a elegir desde hace tiempo. Y sí, me va mejor que en España, aunque no sea por mucho tiempo. Al menos, en los lugares que he estado he podido disfrutar de mi profesión y atisbar un futuro que de otra manera no podría ni soñar. Así, cada vez somos más los que, en tertulias de expatriados –muchos arqueólogos y afines al gremio-, recordamos los sabores de los manjares patrios y ponemos al país patas arriba mientras todos quisiéramos volver si nos ofrecieran tan sólo la mitad de lo que tenemos ahora. Algunos incluso sueñan con el día en que un reportero despistado de “Españoles por el Mundo” pase por sus vidas y, tras saludar y enseñar los nietos a sus abuelas, les haga a través de la cámara el único homenaje –de cinco minutos, no pidamos más- que muchos recibirán de su tierra.
Esta noche, al igual que hace casi cuatro años, me sentaré frente una televisión extranjera a ver por el canal español internacional los resultados de la fiesta de la democracia, sedada y dormida, de mi país. Hay que ver lo que hace el cine de la década prodigiosa...