Un personaje alocado, que ha tenido “el privilegio de pasar buena parte de su vida en un manicomio” (p.305), y al que ya conocíamos por ser protagonista de otras dos novelas de Eduardo Mendoza (El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas) vuelve a ser la médula espinal de una obra de este espléndido escritor barcelonés: La aventura del tocador de señoras. Y el resultado no puede ser más eficaz, ni más atractivo, ni más jocoso. Una parte (no pequeña, por cierto) de los críticos de este país, arrogándose una capacidad dictaminadora que ellos juzgan infalible, decidieron hace años que la producción mendoziana se podía agrupar en dos compartimentos estancos: las novelas serias (bloque donde brillarían con luz propia La verdad sobre el caso Savolta y La ciudad de los prodigios) y las novelas de humor, reservando para estas últimas la etiqueta de lo gracioso, lo liviano y lo prescindible. Pero ignoran (o les conviene ignorar, para la salvaguarda de su rígida taxonomía) que un factor común enhebra todos estos libros: la brillantez de su escritura. Y eso es lo único que a la postre interesa.La aventura del tocador de señoras es un ejemplo soberbio de cómo se puede redactar una novela humorística sin caer (tentación acechante) en la garrulería o el garbancerismo; y, desde luego, sin deslizarse por los terraplenes de lo chabacano. Porque Eduardo Mendoza, cuidadoso hasta el extremo en la composición de sus obras, se preocupa de conducir la sonrisa por cauces bien pautados. Así, nos entrega su particular homenaje a los hermanos Marx (la célebre escena del camarote, parodiada en el piso del protagonista) o nos da su versión irónica de los finales detectivescos de Agatha Christie (cuando reúne a todos los implicados en el asesinato de Manuel Pardalot, y se van sucediendo las confesiones). Sumen a todo eso unos diálogos celéricos, delirantes y surrealistas, llenos de juegos de palabras, y tendrán una excelente novela entre las manos. Solamente en un aspecto del libro da la sensación de que Mendoza abandona los carriles de la templanza, para incurrir en el ensañamiento y la deformación esperpéntica: cuando se refiere al alcalde de Barcelona, un pelele verboso, carota, descerebrado y tontucio al que califica de esquizofrénico (p.123), imbécil (p.222), masturbador compulsivo (p.274), aspirante a cornudo (p.288), consumidor de piratería informática (p.301) y empresario fraudulento (p.306), entre otras aplastantes lindezas. Salvo este alcalde (y por motivos más que obvios), creo que ningún lector saldrá de aquí sin haber esbozado muchas sonrisas y sin haber descerrajado más de una sonora carcajada.
Un personaje alocado, que ha tenido “el privilegio de pasar buena parte de su vida en un manicomio” (p.305), y al que ya conocíamos por ser protagonista de otras dos novelas de Eduardo Mendoza (El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas) vuelve a ser la médula espinal de una obra de este espléndido escritor barcelonés: La aventura del tocador de señoras. Y el resultado no puede ser más eficaz, ni más atractivo, ni más jocoso. Una parte (no pequeña, por cierto) de los críticos de este país, arrogándose una capacidad dictaminadora que ellos juzgan infalible, decidieron hace años que la producción mendoziana se podía agrupar en dos compartimentos estancos: las novelas serias (bloque donde brillarían con luz propia La verdad sobre el caso Savolta y La ciudad de los prodigios) y las novelas de humor, reservando para estas últimas la etiqueta de lo gracioso, lo liviano y lo prescindible. Pero ignoran (o les conviene ignorar, para la salvaguarda de su rígida taxonomía) que un factor común enhebra todos estos libros: la brillantez de su escritura. Y eso es lo único que a la postre interesa.La aventura del tocador de señoras es un ejemplo soberbio de cómo se puede redactar una novela humorística sin caer (tentación acechante) en la garrulería o el garbancerismo; y, desde luego, sin deslizarse por los terraplenes de lo chabacano. Porque Eduardo Mendoza, cuidadoso hasta el extremo en la composición de sus obras, se preocupa de conducir la sonrisa por cauces bien pautados. Así, nos entrega su particular homenaje a los hermanos Marx (la célebre escena del camarote, parodiada en el piso del protagonista) o nos da su versión irónica de los finales detectivescos de Agatha Christie (cuando reúne a todos los implicados en el asesinato de Manuel Pardalot, y se van sucediendo las confesiones). Sumen a todo eso unos diálogos celéricos, delirantes y surrealistas, llenos de juegos de palabras, y tendrán una excelente novela entre las manos. Solamente en un aspecto del libro da la sensación de que Mendoza abandona los carriles de la templanza, para incurrir en el ensañamiento y la deformación esperpéntica: cuando se refiere al alcalde de Barcelona, un pelele verboso, carota, descerebrado y tontucio al que califica de esquizofrénico (p.123), imbécil (p.222), masturbador compulsivo (p.274), aspirante a cornudo (p.288), consumidor de piratería informática (p.301) y empresario fraudulento (p.306), entre otras aplastantes lindezas. Salvo este alcalde (y por motivos más que obvios), creo que ningún lector saldrá de aquí sin haber esbozado muchas sonrisas y sin haber descerrajado más de una sonora carcajada.