La banalidad del mal

Publicado el 11 septiembre 2011 por Mario

La idea del fin de la historia se encuentra incardinada en el centro del discurrir humano. Una cierta arrogancia (o quizás pereza) nos empuja en la dirección del “ya está todo hecho”. Como uno ha decidido a apostar por el optimismo es necesario pensar que de ninguna manera. Todo está cambiando; pero no al estilo buenrrollista dylaniano: hay que ser consciente del mucho esfuerzo y las lágrimas vertidas en el proceso pues no hay parto sin dolor.

Es evidente que el status quo se tambalea. La, tan mentada, crisis no es sino una crisis de confianza y aunque los patrones del invento traten de distraernos dirigiendo nuestra atención hacia los mercados la verdadera crisis es de fe respecto al ser humano. Siento que hemos llegado a un límite (jamás a “el límite). Vivimos en una sociedad con graves problemas de autoestima. Y cuando uno no confía en sí mismo es difícil hacerlo en los demás. Sin confianza la manada torna en rebaño y el miedo actúa como los ladridos del perro que conduce a las reses al matadero.

En uno de los momentos cumbres de la muy recomendable película “La Deuda” (spoiler) un torturador nazi consigue desarmar a un agente del mossad, argumentando la debilidad de los judíos con el comportamiento desplegado en los campos de concentración: Bastaban unos pocos oficiales armados para enviar a miles a la cámara de gas porque los judíos eran egoístas y sin capacidad de sacrificio, según el nazi. La secuencia es estremecedora e inevitablemente trae a mi cabeza los vuelos del 11-S.

Se reedita estos días un libro imprescindible, Eichmann en Jerusalen de Hannah Arendt (menos de 10€ o sea que no hay excusa): las crónicas de la pensadora judía del juicio al oficial nazi en las que formuló su poderosa idea de la banalización del mal. Eichmann no era un malvado como cabría suponer. La muerte de Hitler nos libró del complicado ejercicio de enfrentarnos con el demonio en su derrota. Pero ahí estaba Eichmann, algo mucho más perverso que un demonio: un pusilánime, un aquiescente, un cómplice, un humano que solo “cumplía órdenes”.

¿Cuántas órdenes cumplimos cada día sin cuestionarlas? ¿Cuánta felicidad nos reporta esta sumisión? ¿Qué miedos nos empujan a seguir sosteniendo todo este tinglado? ¿Cómo nos juzgarán los humanos del mañana?Creo sinceramente que solo cabe el cambio.