http://larevueltadelasneuronas.com/2012/10/24/la-batalla-por-la-democracia/
“En efecto, amamos el arte y la belleza sin desmedirnos, y cultivamos
el saber sin ablandarnos. La riqueza representa para nosotros la oportunidad de realizar algo, y no un motivo para hablar con soberbia; y en cuanto a
la pobreza, para nadie constituye una vergüenza el reconocerla, sino el no
esforzarse por evitarla”
Pericles, Discurso Fúnebre VI. Tucídides
Lo que estamos viviendo estos días en las calles, al igual que venimos observando desde un tiempo atrás y que sin duda aumentará, es la propia definición de la democracia; la base de toda política. La equiparación oficial de la democracia con la extensión planetaria del libre mercado, esconde tras la idea del consenso la negación de la política como tal. No son los políticos entendidos como categoría ajena al mundo de lo real quienes describen el significado de la política. Al contrario, la política es la manera en que se reordenan las partes en conflicto, las funciones y las decisiones que reparten la influencia de las sensibilidades en cuestión.
El demos, el populus, la multitud, nacen vírgenes en cada tiempo histórico pero siempre compartiendo el mismo sentido que le otorga el conflicto. El disenso, muchas veces mal llamado desafección, es la característica principal de la política, donde las partes entran en conflicto por la configuración de un mundo común, que es la causa misma del efecto que expresa su existencia. La democracia no tiene medida y excede los límites jurídicos, no tiene nada que ver su identificación con un tipo concreto de forma de gobierno, que si bien se proclama como vencedor de conflictos pasados, se revela finalmente como una ficción. El triunfo del consenso lo es, sobre unos términos muy concretos y en base a una distribución específica de las partes y de su capacidad de decisión sobre la cosa pública.
Aristóteles decía sin intención peyorativa, sino como mera descripción, que los esclavos lo eran porque estaban desposeídos de las características que los hacían humanos, dignos de la vida en común. Estas cualidades no eran otras que deliberar, decidir, elegir y prever. Pero el mismo Aristóteles afirmaba que cuando los esclavos ejercieran “ocupaciones libres”, se les tratara con más dignidad. Es decir, el baremo que mide su humanidad no es otro que político, que hace alusión a la condición que posibilita el grado de inclusión en las decisiones del mundo común, en poder hacer política.
El gobierno basado en una soberanía popular, que cuando la traslada al campo de la representación parlamentaria finaliza su capacidad de decidir, encuentra sus propios límites, en el momento que no es capaz de satisfacer las demandas para las que supuestamente está pensado. Cuando las decisiones que se toman vienen dadas por organismos y agentes muy poco democráticos como los parqués bursátiles, la brecha entre legalidad constituida y legitimidad constituyente se abre. La cesión propia de Hobbes, que cambia la libertad por la protección del soberano, es la deriva que encuentra en el miedo, la única forma de gobernar a una multitud que pone de relieve el precario equilibrio de lo político. Con su ejercicio desobediente, la multitud explica como la democracia no es un modelo petrificado, al contrario, la razón de su existencia reside precisamente en cuestionar los límites de un consenso dado.
Pero el miedo excesivo como indica recientemente el filósofo Sánchez Estop, resultó útil en los años 30, cuando se encontró en el autoritarismo la mejor vía para disciplinar a una fuerza de trabajo, que para producir usaba las manos en la fábrica, el taller y el campo. Hoy sería totalmente improductivo imponer ese tipo de medidas sobre una fuerza de trabajo que usa las manos, pero también la mente, en una sociedad donde el conocimiento se convierte en un recurso imprescindible. Cuando el valor ya no se sostiene sólo sobre “las cosas” en palabras de Locke, sino también en las ideas que éstas llevan asociadas, una opción militarista hundiría las capacidades productivas del proletariado postmoderno.
El poder es ante todo una relación que más que tenerse debe mantenerse, y se articula a distintos niveles. El poder tiene que ver con la relación mantenida entre actos y palabras que dan forma a una realidad. Una realidad que permite a quien desarrolla la acción aparecer en público y transmitir un discurso, algo que las tiranías siempre han querido omitir prohibiendo que las personas actúen y hablen juntos. El arte de la acción política reside precisamente en romper con lo establecido y cotidiano para dar paso a lo extraordinario que da lugar a la grandeza, como lo entendía Pericles hablando de Atenas.
En la sucursal financiera en España, a nuestra especial lumpen-oligarquía como la llama el politólogo Iñigo Errejón, no le queda otra que dar la batalla por nombrar a la democracia para sostener el poder. Aunque tenga como objetivo desarrollar políticas totalmente alejadas de la acción y el pensamiento democrático, o precisamente por ello, busca asegurarse el monopolio de su definición. El gobierno en defensa de las élites, necesita combinar control policial con la apariencia de un paisaje democrático, logrando convencer por cualquier medio que sus actos se sostienen sobre y en beneficio del interés colectivo. Pero dejando claro en la calle el mensaje de que no hay alternativa a la austeridad y el camino al neoesclavismo. Convertir hoy en privilegio lo que ayer era objeto de desprecio, ya que como decía un tertuliano en televisión: “Mejor un mini-job que un no-job”.
En este sentido, pretenden hacer pasar por legítimo lo que ya de por sí tiene una dudosa legalidad, porque como afirma el director de la policía, Ignacio Cosidó, el 25-S los antidisturbios “defendieron la democracia” con sus cargas. Es algo parecido a cuando un maltratador asegura que a él le duele más que a nadie. Pero estas actuaciones y la constante batería de amenazas que Esperanza Aguirre y Cristina Cifuentes lanzan contra los manifestantes, forman parte de una derecha exenta de toda cultura democrática que trata a la ciudadanía crítica como enemigos. Por su parte el movimiento necesita seguir en la senda de la desobediencia, al tiempo que construye significados y relatos que amplifiquen su capacidad publicitaria. Es decir, lograr ser visto y oído por el mayor número de personas y enraizar a todos los niveles sociales y políticos posibles, generando cultura, liberando economía de la empresa poniéndola al servicio del movimiento. Construyendo poder constituyente, democracia.
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