Daniel finge desinterés. Por nada en el mundo osaría soliviantar a su abuela. Clotilde es un demonio con piel de cordero. En la casa del Señor la falta de respeto es un pecado imperdonable. Eso le repite una y otra vez, mientras le perfora con sus profundos y túrbidos ojos negros preñados de una maldad intencionada que busca su martirio. A su abuela no le gusta María, a su abuela no le gusta la gente. Embusteros, salvajes, viciosos y perdularios, casquivanas y disolutas ellas, pecadores impenitentes ellos, así les amonesta sin ambages ni ambigüedades. Su abuela se ha embarcado en una cruzada personal para redimir a su único nieto de las fauces de Belcebú. Aún no es demasiado tarde, le dice todas las mañanas, cuando le prepara un brebaje extremadamente dulzón en un tazón preñado de cereales grumosos y una sopa blancuzca de leche que, según le asevera, escrutándole como si él fuese el postre, le ayudará a desarrollar unos huesos tan fuertes como los contrafuertes de la catedral. El mundo está perdido, repite su voz de cacatúa deformada por la compulsión "tabaquera".
Ya salen del sagrado templo, se acabó el suplicio. Su abuela ha dejado de rezar y ya está lista para mudarse de careta y renovar su parlamento diario con la mezquindad. Clotilde adora entreverarse en la vida de los demás y dejar allí su poso de animosidad, críticas vehementes y vileza gratuita que recicla sin dilación cada domingo bajo los muros de la Catedral de San Jorge.
María está preciosa con su vestido azul de estrellas y lunas. Le sigue de cerca, le hace burlas, sonríe y, sin que se de cuenta su maléfica abuela, se levanta los faldones para enseñarle las bragas, que son amarillas y tienen estampados muy graciosos de osos de peluche abrazados. Daniel se pone colorado y ella se ríe a carcajadas. Sabe cómo provocarle, con sólo 12 años es ya una mujer bellísima y tan inteligente como su hermana Beatriz, que cumplió 23 el pasado mes de Julio. Algún día se casarán en esta misma iglesia, sueña despierto Daniel. Se sonroja de nuevo cuando ella le guiña un ojo, como si pudiera leerle el pensamiento y decirle: " Sí, quiero", sin que nada sospeche Clotilde, que sigue aferrando su mano como si pretendiera cincelar sus huellas en su piel para que nunca se le olvide que le pertenece y que puede hacer con su vida un infierno si no acata su obsoleto catecismo...