La bella y triste leyenda del valor

Por Antoniodiaz



Corinto y Oro

La Voz
24 Septiembre 1923

El caso de Luis Freig, cosido a cornadas y herido gravemente en la corrida del domingo al entrar a matar a su primer toro nos ha sugerido el tema de esta crónica.
¿Qué es el valor? Hace tiempo que venimos haciéndonos esta pregunta y siempre hemos llegado a la misma conclusión: el valor es originariamente una cualidad, una aptitud, un sentimiento. Un torero es valeroso como es alto, como es bajo, como tiene los ojos azules o negros. Consecuencia: el valor es algo innato y natural en el individuo, como es el origen de gran parte de sus virtudes y de sus vicios. Es algo íntimo y espontáneo que nace, vive y muere con nosotros. De aquí el que no sea patrimonio de la voluntad. Se cultiva el valor como se cultiva una planta. La voluntad y el celo pueden contribuir a desarrollar estas cualidades, pero no a crearlas. Fundamentalmente somos valientes, no por obra y gracia de la voluntad, sino por la disposición de nuestra naturaleza. Un torero es valiente no solamente porque la voluntad le venza al miedo, haciéndole permanecer sereno ante el peligro, sino también y principalmente, por la disposición de su naturaleza, esencialmente valerosa. Recuérdese a este propósito la clásica definición de Montes acerca del valor. Un hombre es moral no porque la voluntad lo aparte del mal y evite todo contacto impuro y pecaminoso, sino por el impulso espontáneo de nuestro espíritu, por inclinación instintiva hacia el bien. En esta disposición radica la verdadera naturaleza del valor, y de aquí nace esa leyenda tan bella como triste y que con tanta frecuencia se confunde al hablar del valor de los toreros. Y es que todavía no hemos acertado a distinguir lo que en unos es accidental y en otros permanente. Hay toreros que, sin ser valientes, tienen esa leyenda de valor, y hay otros que, sin tanto ruido ni aparato, como, por ejemplo, Luis Freg, son infinitamente más valientes que aquellos, no sólo por necesidad, sino por temperamente y por naturaleza.
En el toreo hay un concepto tradicional del valor que es falso, falsísimo. Comúnmente se le confunde con la temeridad y hasta se llega a emplear como sinónimo de su significado. Y, claro es, al hacer esto, se llama toreros valientes a los que no son sino temerarios. Por no molestar a ninguno de los toreros actuales, pongamos, por ejemplo, a Moreno de Alcalá y Machaquito, que han sido dos casos de temeridad pero no de valor. Porque la valentía es algo aparte y distinto de la temeridad. Entre el valor y la temeridad existe la misma diferencia que entre una flor natural y otra artificial; un manantial y un estanque. No se trata de una diferencia de matices, de grados, sino de naturaleza, de origen, de cualidad.
Recordad imaginativamente a dos tipos de toreros, el uno, el valiente, y el otro, el temerario: Vicente Pastor y Machaquito. Y si queréis observar otro caso de valor, quizás el más interesante y ejemplar, recordad un momento a Bombita. Era un chiquillo que caminaba ilusionado hacia la muerte con la sonrisa en los labios, como si fuera una cita de amor...


En cambio, los toreros temerarios, ¡qué tragedia más espantosa la de su vida! Son héroes por fuerza. Recordad sus gestos, sus actitudes, sus momentos. Están inquietos, azorados, nerviosos. Si el toro les tropieza, entonces surge la tragedia de galería, el bonito y divertido espectáculo del pelo enmarañado, los brazos extendidos, el rostro ensangrentado y lívido, y todo su cuerpo agitándose como un pelele borracho y dando la sensación de que lo que quieren, más que desafiar el peligro, es ahuyentar el miedo y vencer la cobardía. Pero la leyenda, la bella y triste leyenda del valor, les tiene en alto, haciéndoles representar la farsa, que sería ridícula y grotesca si no estuvieran bordeando los límites de la tragedia. ¡Qué bien explotan y han explotado ese truco muchos de los toreros antiguos y modernos! Luis Freg es de los pocos a quienes no seducen estas apariencias engañosas del valor. Como torero, se le podran censurar muchas torpezas y no poca ignorancia; pero como valiente, es de la más absoluta honradez. Esta es su mayor virtud, y acaso también su más grave defecto. Porque en el toreo no basta exclusivamente el valor; hace falta sobre todas las cosas, el arte y el dominar. Sin estos requisitos, justo es confesarlo, no se puede ocupar en el toreo un puesto de honor. Y Luis Freg ha llegado a ocuparlo, pero a costa de su sangre. Esto es doloroso; pero desgraciadamente es cierto. Como no ha podido dominar a los toros por su arte o su conocimento, ha tenido que vencer esta dificultad por medio del valor, y ya sabemos lo que esto significa para los toreros por el peligro que a que están expuestos. Entre el valor del torero, por muy grande que sea, y la brutalidad de un toro, por noble y manso que resulte, siempre vencerá éste, aunque por fortuna o por suerte salga el torero triunfante en determinados momentos. Esta es toda la historia taurina de Freg. De cien toros que ha matado en veinte ha salido ileso; cincuenta le han volteado, y treinta le han herido. La proporción es tan dolorosa que, aun siendo para el torero su más limpia ejecutoria de pundonor y vergüenza es para el aficionado imparcial y desinteresado la conclusión más terminante de su inutilidad y de su impotencia. No vale la pena de lograr un nombre como el de Freg, y ganar unos billetes, si en cada moneda hay un gesto de dolor y en cada letra un litro de sangre.
Es necesario que los nuevos toreros vayan convenciéndose de que el arte de torear no es solo un alarde de valor. Hay que echarle valor a los toros, pero salvando el peligro por medio del conocimiento y del arte. Quien no siga este camino está irremisiblemente perdido. Un toro se le puede matar bien si previamente no se le ha dominado y para esto hace falta el arte o la inteligencia. Ese fué el caso de Luis Freg en el toro de su cogida. El toro no ofrecía ningún peligro. Era uno de esos animales dóciles, suaves y pastueños que hasta para embestir avisaba. Durante la lidia, ni por casualidad tiró una sola cornada. Luis Freg, que le había toreado muy bien de capa -acaso lo mejor que hizo en toda la tarde-, tomó la muleta y comenzó a pasarlo con imponderable valentía; pero sin llevarlo toreado en un solo pase ni dominarlo en un solo instante. El toro entraba y salía en la muleta con la docilidad y mansedumbre de un borrego, y el torero se ajustaba y se ceñía cada vez más. Hubo dos o tres momentos, al dar unos pases de pecho y al marcar un natural, en que el toro, por entrar y salir suelto, sin ir prendido en la muleta, estuvo a punto de darle un disgusto. Durante toda la faena hubo un detalle, en el que seguramente no reparó el torero, y fué que el toro le empujaba hacia los terrenos de adentro. Por fin el toro se colocó muy bien en la suerte natural; pero como no estaba dominado con la muleta, no puedo fijarlo al colocarse a matar, y se le fué el toro cuando se disponía a montar la espada. Volvieron de nuevo a colorcarse toro y torero en los tercios del 2, y esta vez se arrancó el toro, viéndose obligado el matador a aguantarle, dándole un pinchazo en hueso. Intervinieron los peones, y el toro, aburrido, se marchó a los tercios del 8, y allí fué a buscarlo Freg. Solo le dió unos cuantos pases de aliño, y sin preocuparse de que el toro estaba aculado en tablas y casi perpendicular a la barrera, le entró a matar en un terreno tan peligroso y comprometido que la cogida era inminente. Si a esto se añade que el toro esta algo humillado y encogido, y que el matador le entró muy derecho y despacio, dejando muerta la muleta sobre la pierna contaria, se tendrá explicada la cogida...